Introducción
Inicié
este trabajo cuando todavía quemaban las imágenes de una tragedia que enlutó
el fin del año 2004 de todas las familias argentinas, y digo “todas” porque
quien más, quien menos, aquellos que tenemos hijos nos vimos sacudidos con las
imágenes que transmitían los medios masivos de comunicación, que además de
competir en sensacionalismo y morbo, ilustraban sobre la magnitud del drama que
se había descargado aquel malhadado 30 de diciembre.
Los
mares de tinta y de palabras, que luego se derramarían sobre la sociedad
espantada, no harían más que confirmar lo que ya se sabe con referencia a
determinados hechos conmocionantes. Terminan siendo pasto de la política
partidocrática que a la hora de poner la cara suele ser bastante arisca y
cobarde. Confirman también algo que me dijera entre gracioso y cínico un
canillita: los políticos no le ponen el pecho ni a la camiseta. Justamente es
eso tan cierto que quedó palmariamente demostrado en maratónicas sesiones de
legislatura y en días y días de colecta de firmas para eventuales plebiscitos
que intentaran lavar la imagen del principal responsable del gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires. Los posteriores y escandalosos caminos judiciales que
tomó la causa penal iniciada por aquellos hechos hacen necesaria una disección
de la cuestión de fondo, que rebasa lo meramente fáctico, circunstancial u
observable a simple vista. Lo mismo podría decirse de todo el sainete que
culminara con la remoción, del Lord Mayor, empeñado hasta último momento en
mantenerse atornillado a su asiento.
Es
indudable que el poder tiene un sofisticado y retorcido aparato para
distorsionar, deformar y convertir en ininteligible lo que en principio es
simple. Este aparato comienza a funcionar a la hora en que los responsables de
dicho poder tienen que rendir cuentas.
Quiero
desde ya advertir que esto que escribo no está orientado a realizar la crítica
circunstancial, la crítica del chiquitaje como se diría, ni siquiera voy a
hablar o a referirme en profundidad o en detalle a los hechos puntuales en sí.
No estará orientado a hablar de consecuencias sino de causas. No está
direccionado a hablar de la falta de seguridad, de la corrupción de los
inspectores y funcionarios amén de la de dueños de locales de espectáculos,
sino que trata de ver un poco más allá y de caracterizar un conjunto de síntomas
alarmantes que evidencia, desde hace ya varios años, la sociedad argentina y
que es corolario de diversos factores, pero que tienen un eje sobre el cual
giran todos ellos: la anomia, el nihilismo moral, intelectual y práctico y la
demolición de los valores; la destrucción de la cultura. Son esos síntomas, son
esas formas de comportamiento social los que determinan todo lo demás.
Es,
al mismo tiempo, esta modalidad de comportamiento algo que se ha venido
fomentando desde el poder no solo con los malos ejemplos sino con la prédica
ideológica que se desprende del mismo sistema, origen y punto de partida de la
serie de conductas mencionadas. Un sistema que ha creado un ambiente propenso a
las mismas, un ambiente que las incentiva, las alaba, ponderando a su vez a los
ejecutores, cuando no premiándolos o indemnizándolos en caso de haber sido
reprimidos, colocándolos ante la masa de la población, en muchos casos, como
ejemplos a seguir.
Hay
una suerte de filosofía que se ha dedicado a justificar y ensalzar las
conductas que aquí comentaré. Una especie de cátedra permanente destinada a
hacer simpáticas esas conductas, a difundirlas y aplaudir a sus ejecutores.
Hay
un espíritu general en la sociedad y en quienes la conducen que cree que dichas
actitudes son positivas, creativas y transgresoras de normas sociales
retrógradas o inservibles, sobrevivientes de épocas oscuras o castradoras y
tratan de promoverlas o al menos de comprenderlas utilizando para ello una
suerte de aparato intelectual compuesto de un conjunto de pensamientos
simplistas y sentimentaloides o directamente perversos.
Frases
hechas y lugares comunes que se repiten como letanía con los que se trata de
aventar cualquier crítica o de desacreditar y estigmatizar especialmente con
argumentaciones ad hominem a quienes
las hacen. Esa filosofía, ese espíritu y esa cátedra son parte indisoluble del
denominado progresismo, un espectro con el que, desde hace décadas, se está
disolviendo cultural, espiritual, política y socialmente a nuestro país.
Verdadera peste intelectual importada, promovida y copiada del exterior y que
ya ha pasado, en estas latitudes, de una moda pasajera o una inclinación
política, a ser algo muy parecido a una enfermedad psicopática de muchos que
detentan el poder o que se autotitulan personajes de la cultura.
Del
poder, ha pasado a la sociedad por la vía de la propaganda, de los medios de
comunicación (los periodistas suelen ser propensos a esa suerte de plaga), o de
las medidas políticas concretas de gobierno y de la currícula educativa.
Las
mismas consecuencias judiciales y políticas de esta masacre desnudan la
perversa madeja que enlaza a ese progresismo que ejerce el poder con la
sociedad a la que ha confundido, anarquizado y desquiciado de mil maneras.
Esa
derivación político-judicial nos demuestra dicha confusión y desquicio, cuando
esa sociedad, en la persona de los allegados a las víctimas de la catástrofe
(padres, familiares, amigos), aun posiblemente no entiendan que no se puede
execrar de las consecuencias mientras se alaban y ponderan las causas que las
hacen posibles.
A
la crítica de ese meollo me remitiré, la crítica de la “ortodoxia” cultural
pública del régimen, que, trasladada al seno de la sociedad civil, es la
principal responsable de este y otros desaguisados.
Quiero
además que este breve trabajo sirva para comprender mejor, y para que nos demos
cuenta de que fomentando dichas conductas y dichas inclinaciones, no crecemos,
no contamos con más libertad, no progresamos, no aumentamos nuestros derechos,
sino que nos descomponemos cada vez más como sociedad y que nos arriesgamos a
ser tragados por abismos como el que pudimos apreciar y que nos lacerara aquel
30 de diciembre.
Mientras
sigan subyacentes las causas culturales y espirituales, cuyo origen está en el
corazón mismo del sistema en el que nos movemos, nos agobia, y que hoy nutre
principalmente el ideario colectivo, el peligro de nuevos desastres de éste y
de otro tipo se encuentra latente.
Anteriormente
a lo de la discoteca Cromagnon, otros hechos terribles se habían producido, que
involucraban en gran medida a todo ese entorno cultural que trataré de
describir, especialmente el espeluznante múltiple homicidio de Patagones que
ilustra como título este trabajo.
Estos
y otros sucesos dejan a la vista que esa patología social ya mencionada gira
sobre ciertas pautas, las mismas en general que determinaron la concatenación
de causas que produjo la masacre de Once.
Especialmente
analizaré la denominada sub-cultura rock y su relación con estos hechos. Dicha
subcultura es, a mi parecer, puntal en lo que respecta a las actitudes sociales
ya mencionadas, es un anexo de la cultura progresista, destinada a los jóvenes.
No
es inocente, neutro, ni casual que dicha subcultura sea permanentemente
promocionada desde el Estado mismo con un importante aparataje propagandístico.
Por
otro lado, no se ha escuchado ni palabra en los medios, que amagara alguna crítica
a la misma. En ellos es lógico. ¿Qué periodista hoy en día se atreve a poner en
tela de juicio esta subcultura y a sus "ídolos" más destacados?
¿Quién se atreve a decir que exalta actitudes disvaliosas y antivalores como si
fueran cosas loables? ¿Quiénes, de los que se dicen preocupados desde el poder
por la drogadicción que avanza a pasos de gigante, se anima a decir que esta
subcultura es una de las más importantes vidrieras que tiene el tráfico y
consumo de narcóticos, que empieza por las canciones de los conjuntos, sigue en
las actitudes de las stars y de los fans y termina directamente en el negocio
de los narcoempresarios? ¿Quién se pone la mochila de plomo diciendo que esta
subcultura tiene muchísimo que ver con los hechos trágicos que conocemos? Sería
tocar una de las más importantes estructuras de control social que existen en
el presente, sería malquistarse con las empresas que ganan millones de dólares
con este fenómeno y hacen ganar millones a esos medios.
Por
último, ¿quién se va a animar a decir que toda esta subcultura forma parte de
una sutil aunque masiva agresión contra el país y que tiende a destruir todos
los valores que tengan que ver con la religión, con el patriotismo y la
preservación del entorno familiar y que es tributaria de un vasto y mundial
movimiento contracultural cuyo norte, en un principio, orientado por la URSS,
fue la descomposición cultural de Occidente y hoy reciclado por el Imperio
tiene como fin un mejor control de grandes masas de población en base al
ablandamiento moral, la difusión de los narcóticos y el alcohol y
consiguientemente la estupidización de la gente joven, justamente la que tiene
mayor energía potencial para resistir a sus designios? En definitiva, una de
las tantas agresiones de la cultura globalizada contra el último refugio del
hombre individual, constituido por sus creencias religiosas y tradiciones, su
nación y su propio hogar.
Los
dueños de los medios no van a “bancarse” ese lucro cesante, prefieren mirar
para otro lado, ver sólo las consecuencias y ni hablar, ni referirse a las
causas. Sí hacer sensacionalismo barato sobre la base de los cadáveres y los
detalles morbosos para desviar la atención hacia lo accesorio y no mirar lo
principal.
En
pocas palabras, lo que encararé es un breve estudio sobre las causas culturales
y morales de estos hechos tan desgraciados, que han sorprendido y horrorizado a
todos, causas que interactúan con una serie de acontecimientos políticos y
económicos que han llevado al país a un estado permanente de caótica guerra
social y a ser una suerte de páramo donde las nuevas generaciones de compatriotas,
huérfanas de futuro, se debaten entre la miseria económica y moral, la
ignorancia más cruda, el paro laboral, la imbecilización mediática, las adicciones,
el delito, la protesta rentada e inconducente o el clientelismo político.
Nos
debemos una lectura más profunda de la realidad argentina, una lectura que
perfore el piso que le fijan los grupos que hegemonizan el poder y los medios
de comunicación del sistema.
Me
han dicho que la sangre seca rápido y que en un tiempo ya nadie se acordará de
estos temas. Puede ser. Pero peor sería que de ello no sacáramos experiencia,
que ni siquiera nos percatáramos de las causas profundas de los hechos y que siguiéramos
tropezando con la misma piedra y cambiando de figuras políticas o de
funcionarios, cuando las ideas que subyacen en la sociedad, de donde esos
funcionarios salen, y en el sistema en sí, sean las mismas y se continúen
llevando a la práctica con los resultados catastróficos de todo orden que
tenemos a la vista.
No
es casual que el mayor estrago no natural que haya tenido que soportar la
Argentina involucre a los personajes que involucra y a la cultura a la que
estos pertenecen.
Nada
se podrá hacer sin que antes no nos demos cuenta que Chabán, Callejeros, Ibarra
y los miembros de su gobierno, los jueces que dejaron en libertad al primero y
cientos más con la misma tendencia, tanto como Kirchner y los legisladores que
los han propuesto y designado como magistrados, son tributarios, con ínfimas
variantes, de la misma cultura, del mismo sistema de pensamiento y por ello
tienen la misma inclinación del espíritu. Sólo cuando tengamos pleno
convencimiento de esta verdad, podremos ir con el cuchillo hasta el hueso para
extirpar este verdadero tumor que corroe las entrañas de nuestra sociedad, y
del cual hechos como el de Cromagnon y otros similares son solo síntomas.
Guillermo
Rojas, “De Patagones a Cromagnon”, Editorial Santiago Apóstol, 2006.