Google-Translate-Chinese Google-Translate-Spanish to French Google-Translate-Spanish to German Google-Translate-Spanish to Japanese Google-Translate-Spanish to English Google-Translate-Spanish to Russian Google-Translate-Spanish to Portuguese Google-Translate-Spanish to Italian

jueves, 19 de septiembre de 2013

RAÍCES


por Abelardo Pithod
“Algo bueno para recordar”, Mendoza, 1998.


 Vamos a ocuparnos en esta reflexión de un tema siempre actual pero inevitablemente difícil. Quizá no nos pongamos de acuerdo en todo, pero no importa. Lo que importa es que nos planteemos en qué situación nos hallamos respecto de él: Se trata del eterno problema de la cultura y por lo tanto de la educación. Después de lo que nos hemos enterado hace poco respecto del nivel de nues­tros estudiantes (mejor dicho de nuestros estudios) hay que empezar la reflexión desde el principio. ¿Qué signi­fica esto? Que no hay que hacerlo desde la pedagogía como hoy se entiende (las “ciencias de la educación”), es decir de los problemas de los currícula, planes de es­tudio, situación y evaluación de los docentes, de los es­tudiantes y demás tópicos similares. Bastante antes de llegar a esos temas debemos lograr un mínimo entendi­miento de lo que significa “cultura”, principio y fin de toda actividad educacional.
Nosotros no entendemos sólo ni principalmente por cultura los conocimientos llamados científicos, ni las filosofías o las literaturas de moda, tampoco considera­mos legítimo reducir la cultura a las artes, como abusi­vamente se hace a veces (sin ir más lejos como suelen hacerlo las llamadas “Direcciones de Cultura”). Cultura es todo eso y mucho, muchísimo más. Y porque cultura es mucho más, un artista o un científico pueden ser per­fectos incultos; y a la inversa, hay gente analfabeta que es culta en algún sentido.
Si la cultura es ante todo percibir el orden de las cosas humanas (alguna vez se habló de “cosmovisión”), si es una jerarquía de valores que ennoblece el alma y que por eso se respeta, para hacernos “respetables” a nuestros propios ojos y a los de los demás, en fin, si es una ética de vida, entonces no hay mucho que discutir: La cultura actual es muy poco, o casi nada, de todo eso. Si así están las cosas, parece bastante lógico que los jóvenes no se interesen demasiado y se muestren apáticos y terriblemente aburridos no sólo frente a la cultura tradicional o clásica, sino que la escuela más “moderna” les resulte insoportable, los profesores unos pobres tipos y que, en realidad, ellos vayan a la escuela, incluso a la Universidad, porque no hay más remedio.
Como corolario de esta situación y en tal estado de ánimo ¿cómo no van a ser agresivos? Nosotros mismos, los mayores, cuando éramos chicos y estábamos aburridos, cuando “andábamos de ociosos” como se decía antes, ¿qué hacíamos? Picardías, travesuras, daños. Algo excitante que nos sacara del tedio, del aburrimiento. La diferencia estaba en que lo que nos resultaba excitante a nosotros ahora parecerían trivialidades. Actualmente los chicos tienen el fin de semana “rock” para elevar los amperes, y aturdirse en un éxtasis difuso; tienen sexo, que presuntamente debería “liberarlos”; tienen riesgos, como la velocidad; incluso alcohol y droga. Pero hay un pero: El divertimiento comienza jueves o viernes a la noche, pero el lunes llega inexorablemente y con él el vacío, el tedio, y a veces la rabia. Obviamente no es el caso de todos los chicos. Pero sí de más de los que quisiéramos.

La vinculación entre aburrimiento y violencia

He aquí un fenómeno temible de nuestros días, la vinculación entre aburrimiento y violencia. Gana River (o Boca, lo mismo da) y no basta festejar, hay que romper vidrieras y saquear negocios. Y si no se gana hay que agredir a los jueces, arrojar proyectiles “contundentes”, incluso trenzarse en batallas campales y no pocas veces mortales con los “hinchas” enemigos (las barras bravas). Es decir lo exactamente contrario a la cultura del deporte, que se funda en el juego limpio y en el saber perder, es decir en el arquetipo ideal caballeresco. Los vándalos son unos pocos, me dirán, pero unos pocos que resultan irreductibles y por lo tanto potencialmente muy peligrosos, porque carecen de sanciones sociales y, lo que es peor, de ofertas sociales mejores que esa conducta desviada. Y aquí tocamos fondo.

La oferta cultural

Quien quiera un diagnóstico lúcido, quizá algo cargado de tintas, de la cultura actual puede recurrir la obra del filósofo judeo-norteamericano Allan Bloom, que en Buenos Aires se editó con el título de “Decadencia de la Cultura”. Nosotros tenemos una visión más esperanzada de esta decadencia. Es verdad que la oferta cultural global de la sociedad actual es para preocuparse, pero no para desesperar. Y menos aún si se trata del futuro de nuestros jóvenes. La Historia, como decía Toynbee, está tejida de incitación y respuesta. Los pueblos y las culturas que subsisten no son los que no han tenido desafíos y a veces desafíos aparentemente aplastantes. Son las respuestas a los desafíos lo que interesa, porque cada respuesta positiva es un fortalecimiento, una profundización. No son las dificultades las que nos abaten, al contrario, vencerlas o aguantar haciendo pata ancha aunque vengan degollando, eso es lo que nos hace crecer. La función del desafío es que nos permite alcanzar grados más altos y más profundos de vida. Llegar a ser más, y a ser más nosotros mismos. El famoso “bienestar”, el famoso “estado de bienestar” no son un bien máximo o absoluto. A veces lo que nos hace falta es lucha, sacrificio, esfuerzo, en ocasiones heroísmo. Mientras Roma lo hizo logró ser Roma, la Roma eterna. Cuando perdió su espíritu inaugural, cuando se abandonó a la molicie y la corrupción, se fue degenerando hasta caer por sí sola, por su propia debilidad mucho más que por el empuje de los bárbaros.

Pelear la fatalidad

La única seguridad que tenemos los seres humanos respecto del futuro es que podemos peleárselo a la fatalidad. La medida de nuestra seguridad es nuestra esperanza. La fatalidad no podrá con nosotros. Roma misma, Roma la perdida, no ha muerto. Gran parte de nuestra inteligencia, de nuestra alma, es Roma. Somos sus hijos y sus continuadores. Como somos los hijos de Atenas, los delfines de la Europa greco-latina cristiana. Si nuestros educandos vivencian hasta qué punto es apasionante esta historia, al menos los mejores entre ellos no quedarán indiferentes, no se aburrirán en las aulas. Vibrarán de entusiasmo por su pasado, y les repugnará esta pseudo cultura de pan y circo. Ellos, nuestros chicos, deben vernos a nosotros ennoblecidos por la tradición más humana y más sublime del mundo. Los relativistas culturales me dirán: Ud. es un xenófobo: ¿Acaso nuestra civilización es la mejor, la verdadera? Para nosotros es la mejor porque es la única que podemos tener. Es la más bella, porque es la única que nos puede elevar hasta la plenitud de la belleza que los occidentales podemos alcanzar. Es la más alta porque es la única que nuestra alma puede comprender, amar y conquistar. Es la más feliz porque ninguna otra puede darnos lo que nuestro corazón anhela ancestralmente, desde la honda profundidad de su inconsciente. Porque, en rigor, es la única que podemos penetrar, la única de la que podemos enamorarnos.
Es que nuestra alma está hecha de estratos de alma socrática y paideia griega, de revelación bíblica y evangélica, de sentimientos caballerescos y románticos. Pero también de aire barroco y moderno. Y de la música más desarrollada del mundo. Es esta misma civilización y ninguna otra la que produjo la ciencia experimental y la técnica. Que se halla hecho mal uso de ellas no puede opacar sus prodigios. Fue ella misma la que nos regaló la inabarcable lista de los máximos poetas, artistas, escritores y filósofos y una legión incontable y desconocida de almas bellas, espirituales, inmoladas en el fuego de un amor sin fronteras. ¿De estas raíces es que hay que renegar?
Todos, todos los descubrimientos e invenciones vienen de nuestra cultura o fueron rehechos por ella. De ella salieron también y esto constituye un salto cualitativo, el concepto de persona, el estado de derecho, los derechos humanos y la justa noción de libertad y bien común.
Por añadidura tal civilización es universal y por eso podemos desde ella comprender a las otras, como que éstas han podido asimilar la nuestra sin renegar necesariamente de lo mejor de la propia.
¿Cómo van a aburrirse nuestros jóvenes frente a tanta riqueza? ¿Es que los “expertos” pedagógicos desean que la olviden? ¿Cómo van a querer quitarles semejante alimento? ¿Lo van a reemplazar por los frutos agraces de la actual decadencia, denunciada por Allan Bloom?
Para nosotros, matrizados en esta cultura, ella es la única inteligible, la única que puede devolvernos el sentido perdido de la vida y ofrecer una esperanza de concordia entre los hombres.