“Hoy
quiero llenarte de excesos
vamos
a comernos a besos,
perder
la inocencia contigo,
no
tener control….”
(Pijama
Party, “Comernos a besos”)
“Hoy
los jóvenes no tienen rumbo”, “la
juventud está perdida… cada vez más perdida”. ¿Quién no oyó alguna vez
palabras similares pronunciadas con un cierto tono de pesadumbre y decepción? O
mejor, ¿quién de nosotros no las ha proferido con sus propios labios en algún
momento?
Son
continuos los episodios que oímos y vemos a diario o de los que recibimos
noticia a través de los medios de comunicación, que provocan estos y otros
pensamientos en nosotros. Jóvenes que han hecho del robo, el homicidio y la
violencia, un oficio. Jóvenes que reniegan de sus padres para vivir una vida
cómoda, abandonados a diversiones y pasatiempos inútiles. Jóvenes cuya vida
gira en torno al sexo, el alcohol, los narcóticos, lo que ellos llaman
“música”, y el boliche.
Es
concretamente la discoteca el lugar donde nuestros jóvenes encuentran todo esto
de manera muy sencilla y organizada. Hoy tenemos el fenómeno llamado “previa”,
que consiste precisamente en precalentar al modo en que lo hacen los
deportistas, la garganta, los oídos, todo el cuerpo y el espíritu, para la
vorágine que vendrá horas más tarde. Lo cual es más de lo mismo: más alcohol y
menos angustias, más chicos y chicas, menos pudor, más adrenalina y menos
preocupación, más consumo y menos dinero, más desenfreno y menos control, más
“libertad”, pero menos dignidad. En definitiva, menos racionalidad,
aunque más animalidad.
En
el lugar acordado aguarda la música que a todo volumen consume los oídos sin
dejar oportunidad alguna para el diálogo y la comunicación, y su ritmo y letras
que invitan abiertamente al descontrol sexual. El alcohol, elemento que
desinhibe y adormece las conciencias, espera impaciente ser consumido en
abundancia. Los narcóticos, como el éxtasis, que circulan cual si
fuesen caramelos. Luces y sombras, sonidos y colores, aromas y figuras
moviéndose al compás del aturdimiento. Las personas, cada vez más despersonalizadas,
se sumergen –voluntariamente, claro está- en el mar tempestuoso del desenfreno
de las pasiones más bajas. Todo está medido y articulado. La máquina funciona a
la perfección.
Pero
se trata de “un prototipo del simulacro de fiesta, un lugar autoritario,
cargado de normas y restricciones, con criterios racistas. Son lugares de
exclusión, cuyo prestigio es proporcional a su capacidad para discriminar”[1].
Y por eso quizás algunos no se sienten tan cómodos como aquel joven que cuenta: