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martes, 10 de septiembre de 2013

LOS CHICOS DEL ‘80





por Miguel Cruz
Revista Cabildo 2ª Época Nº 115, Septiembre 1987


Queremos ahora hablar de la ju­ventud.
Como la palabra es impre­cisa, notemos de entrada que nos va­mos a referir, sobre todo, a los chicos del país que tienen entre 18 y 25 años.
Una edad aproximada, por supues­to. La que los habilita para trabajar o para "ir" a la Universidad. La que los distancia del año '76 —comienzo de la última intervención militar— tantos años como de su niñez o pubertad.
Viven hoy, pues, en una adolescencia y una "democracia" recién estrenadas. Y ya envejecidas.
Destino fiero el del siglo XX para las juventudes argentinas. Hablamos de la generalidad, no de los círculos de excepción.
Los primeros cincuenta años, de brutal mediocridad, de desesperante chatura, gangrenaron los más sanos empujes con el espíritu del romanticismo en su peor versión: la del sentimentalismo.
Por los años '60, sin embargo, los jóvenes ya comenzaban a ser la materia experimental de inconfesables ensayos políticos.
Así llegó la década del ‘70, con toda la pasión y la explosión exasperante e impaciente de las izquierdas.
Todo ese frenético fuego habría, sin embargo, de consumirse a sí mismo, para helarse luego en las yertas cenizas de estos años del '80.
Una década marcada despiadadamente, por el hedonismo más crudo que haya envenenado alguna vez a la juventud de este país.
Hablamos de las juventudes que caracterizan el tono de cada década, las que le dan su paisaje.
Y esta del '80, el rebaño de nuestros adolescentes, es el que transcurre, más bien que vive, bajo los cebos multicolores y mortales del hedonismo.
Luego de haberle destruido en un frenesí ciego sus más interiores moradas, no le dejaron otro camino a la juventud, que merodear desamparada por sus propias afueras, engolosinándolas.
El hedonismo es una consecuencia de la mentalidad materialista por un lado, y su esclavo por otra. Las grandes potencias que fundan sus imperialismos en un proyecto materialista, necesitan ser servidas comercialmente por países consumidores hedonistas, y que esas colonias estén pobladas por seres humanamente disminuidos.
Unos de los rasgos más patéticos de la mentalidad hedonista, son su frío egoísmo, y su total indeterminación.
No hay pasión ni en sus adhesiones, ni en sus rechazos, y por eso llamamos frío a ese egoísmo. Aman lo útil sobre lo bello, pero sin pasión de lucha. No odian a la rosa; la ignoran.
Y es claro también que sus perfiles se diluyen imprecisos, rehuyendo todo rasgo que pueda definir un rostro, pues han perdido el espíritu.
(Recordemos la palabra de fray Petit de Murat: "Nada indeterminado puede provenir del espíritu: solamente la materia y el sensualismo dejan sin forma, inacabada, la hechura de las cosas; mientras el espíritu busca definirlo todo en la lumbre de los mismos objetos, el materialismo, a espaldas de lo real, levanta su torso inexpresivo, exhausto, que apenas desdibuja una imagen de la sinrazón del hombre").
Hay que ir entonces a las consecuencias pésimas del hedonismo, para saber lúcidamente lo que combatimos, y de qué monstruosidades hay que rescatar a la juventud de esta patria deshecha.

Los chicos sin la tradición

La sensualidad que irrita y engolosina el hedonismo, cierra un círculo de egoísmo alrededor del adolescente, aislándolo en una subjetividad naúfraga, sin puentes con el prójimo, ni con las generaciones que lo anteceden, o que lo sucederán.
Así como en el orden sobrenatural, la caridad nos vincula —por amor a Dios— horizontalmente con los contemporáneos, y verticalmente, en profundidad, con los prójimos que ya no existen, en la comunión de los santos, así parecidamente ocurre con la solidaridad en el orden natural.
En efecto, la solidaridad nos ata horizontalmente a nuestros contemporáneos por un lado, y por otro verticalmente a las generaciones que nos han precedido, y a las que vendrán.
Esta solidaridad, en sus dos dimensiones, es la que nos inserta en la corriente temporal e histórica de la tradición.
Cuidado con las palabras y su savia. La tradición no es contemplación inerte y repetición mecánica de lo pasado. La tradición mira al presente y al futuro; no a lo que muere sino a lo que pervive de ayer, transmitido por los “padres", en el hoy y el mañana.
El llamado espíritu del progreso, en cambio, solo mira a lo que va muriendo del pasado, para enterrarlo.
Hay entre la tradición y el "progreso", la misma diferencia y parecido, que entre un labrador y un sepulturero.
El adolescente inmerso en la tradición, comprende, bendecido por la sabiduría, que, como enseñaba el filósofo Alberto Rougés "Somos esencialmente, aun cuando lo ignoremos, pasado que queda de lo que pudo parecer que no era sino un presente que pasa".
Si no se hace consciente de esa herencia como tradición, queda condenado, lo quiera o no lo quiera, a vivir de taras y atavismos.
El hedonismo así, por su egoísmo destruye la corriente vital de las generaciones en su tradición solidaria, ese "presente de las cosas pasadas" del que hablaba San Agustín.
Detiene y destruye, escamoteándolo, el sentido de la historia.
Pero no se queda solo aquí.

Los chicos sin la guerra

La fortaleza, como todos sabemos, es una de las virtudes más necesarias que ha de cultivar el hombre sobre esta tierra.
Ella presupone que el hombre ha de ser fuerte para vencer los obstáculos que le impiden sus pasos hacia el bien, y para resistir las agresiones del mal.
Un bien deseable es la paz; pero, el pacifismo es la demencia de creer que en ningún caso es posible ni aceptable la guerra, que no hay posesión ni dignidad del hombre o de su alma, que valgan una gota de su sangre.
Tras este pacifismo, está la corrompida raíz del hedonismo, el egoísmo delirante de salvar la propia piel, así se derrumbe el Universo todo.
Nuestra juventud, la juventud de estos años '80, es permanentemente asediada, por seducción o agresión, con estas bajezas.
Se le ha quitado la fortaleza, se la ha quitado el escudo de la guerra.
A cambio de esto, se le prometen todos los sueños del sensualismo egoísta.
No desaparecerá con el pacifismo el fantasma de la muerte, por cierto.
Los sepulcros, simplemente, ya no se cavarán en las trincheras de una guerra justa y para que otras generaciones vivan. El hedonismo abrirá en cambio tumbas, sobre una paz corruptora, como ya lo hace, en los vientres mismos de las madres, con el aborto, o en calles de ciudades sembradas de criaturas envenenadas por la droga.
Aquí estamos. Aquí hemos venido a parar.
Estos serán —estos son— los chicos sin la guerra.

El comienzo de la salida

De este engañoso y artero empantanamiento, solo es posible salir, a través de una intensiva y esforzada labor de cultura.
Como se ve, no concebimos a la cultura en el sentido superficial que le al término el espíritu burgués.
Hay que advertir que el hedonismo aparece como mentalidad, cuando el sensualismo deja de ser apenas una desviación de la voluntad, para instalarse definitivamente como una confusión de la inteligencia.
Y el hedonismo vigente, existe ya como mentalidad, en la juventud del país.
Salir de aquí exige el esfuerzo de una reordenación total a la luz de principios objetivos, pide una ascética revisión de la mente, que deseche toda convicción y sedimentos inconscientes.
Sólo la cultura, la verdadera cultura, es capaz de dar al joven elementos para esta tarea, puesto que la cultura es tarea, y no don gratuito. Es labor que puede llevar al hombre hacia la plenitud de su perfecta definición y la de las cosas ordenadas bajo su potestad, pero solo si éste acepta previamente desposarse con la sabiduría.
Pero, ¿por dónde y cómo empezar?
Largo habrá de ser el camino. La cultura es cultivo, y el cultivo pide tiempo a la vida y esperanzada paciencia al hombre. Pero hay un camino.
Su comienzo puede ser difícil, más posible, y ha quedado señalado para los jóvenes con estas palabras fuertes de fray Petit:
"Todo está subvertido, absolutamente todo. Si confías en tu mente, la mente que has recibido de este mundo, estás perdido. Todo ha sido prolijamente cambiado, sustraída la verdad con toda paciencia y obstinación. .. (...) Cualquier principio de este mundo que aceptes, estás perdido, porque el sistema de confusión es total, el sistema de errores es total, el sistema de mentiras es total".
Tras esto, la amistad fiel a un maestro gigante y la posesión frecuentada de un puñado de libros eternos, habrán de ser los mendrugos de pan y el trago de vino necesarios para el resto del camino.