por Abelardo Pithod
“Algo bueno para recordar”, Mendoza, 1998.
Vamos
a ocuparnos en esta reflexión de un tema siempre actual pero inevitablemente
difícil. Quizá no nos pongamos de acuerdo en todo, pero no importa. Lo que
importa es que nos planteemos en qué situación nos hallamos respecto de él: Se
trata del eterno problema de la cultura y por lo tanto de la educación. Después
de lo que nos hemos enterado hace poco respecto del nivel de nuestros
estudiantes (mejor dicho de nuestros estudios) hay que empezar la reflexión
desde el principio. ¿Qué significa esto? Que no hay que hacerlo desde la
pedagogía como hoy se entiende (las “ciencias de la educación”), es decir de
los problemas de los currícula, planes de estudio, situación y evaluación de
los docentes, de los estudiantes y demás tópicos similares. Bastante antes de
llegar a esos temas debemos lograr un mínimo entendimiento de lo que significa
“cultura”, principio y fin de toda actividad educacional.
Nosotros
no entendemos sólo ni principalmente por cultura los conocimientos llamados
científicos, ni las filosofías o las literaturas de moda, tampoco consideramos
legítimo reducir la cultura a las artes, como abusivamente se hace a veces
(sin ir más lejos como suelen hacerlo las llamadas “Direcciones de Cultura”).
Cultura es todo eso y mucho, muchísimo más. Y porque cultura es mucho más, un
artista o un científico pueden ser perfectos incultos; y a la inversa, hay
gente analfabeta que es culta en algún sentido.
Si
la cultura es ante todo percibir el orden de las cosas humanas (alguna vez se
habló de “cosmovisión”), si es una jerarquía de valores que ennoblece el alma y
que por eso se respeta, para hacernos “respetables” a nuestros propios ojos y a
los de los demás, en fin, si es una ética de vida, entonces no hay mucho que
discutir: La cultura actual es muy poco, o casi nada, de todo eso. Si así están
las cosas, parece bastante lógico que los jóvenes no se interesen demasiado y
se muestren apáticos y terriblemente aburridos no sólo frente a la cultura tradicional
o clásica, sino que la escuela más “moderna” les resulte insoportable, los
profesores unos pobres tipos y que, en realidad, ellos vayan a la escuela,
incluso a la Universidad, porque no hay más remedio.
Como
corolario de esta situación y en tal estado de ánimo ¿cómo no van a ser
agresivos? Nosotros mismos, los mayores, cuando éramos chicos y estábamos
aburridos, cuando “andábamos de ociosos” como se decía antes, ¿qué hacíamos?
Picardías, travesuras, daños. Algo excitante que nos sacara del tedio, del
aburrimiento. La diferencia estaba en que lo que nos resultaba excitante a
nosotros ahora parecerían trivialidades. Actualmente los chicos tienen el fin
de semana “rock” para elevar los amperes, y aturdirse en un éxtasis difuso;
tienen sexo, que presuntamente debería “liberarlos”; tienen riesgos, como la
velocidad; incluso alcohol y droga. Pero hay un pero: El divertimiento comienza
jueves o viernes a la noche, pero el lunes llega inexorablemente y con él el
vacío, el tedio, y a veces la rabia. Obviamente no es el caso de todos los
chicos. Pero sí de más de los que quisiéramos.
La vinculación entre
aburrimiento y violencia
He
aquí un fenómeno temible de nuestros días, la vinculación entre aburrimiento y
violencia. Gana River (o Boca, lo mismo da) y no basta festejar, hay que romper
vidrieras y saquear negocios. Y si no se gana hay que agredir a los jueces,
arrojar proyectiles “contundentes”, incluso trenzarse en batallas campales y no
pocas veces mortales con los “hinchas” enemigos (las barras bravas). Es decir
lo exactamente contrario a la cultura del deporte, que se funda en el juego
limpio y en el saber perder, es decir en el arquetipo ideal caballeresco. Los
vándalos son unos pocos, me dirán, pero unos pocos que resultan irreductibles y
por lo tanto potencialmente muy peligrosos, porque carecen de sanciones
sociales y, lo que es peor, de ofertas sociales mejores que esa conducta
desviada. Y aquí tocamos fondo.
La oferta cultural
Quien
quiera un diagnóstico lúcido, quizá algo cargado de tintas, de la cultura
actual puede recurrir la obra del filósofo judeo-norteamericano Allan Bloom, que en
Buenos Aires se editó con el título de “Decadencia de la Cultura”. Nosotros
tenemos una visión más esperanzada de esta decadencia. Es verdad que la oferta
cultural global de la sociedad actual es para preocuparse, pero no para
desesperar. Y menos aún si se trata del futuro de nuestros jóvenes. La
Historia, como decía Toynbee, está tejida de incitación y respuesta. Los pueblos
y las culturas que subsisten no son los que no han tenido desafíos y a veces
desafíos aparentemente aplastantes. Son las respuestas a los desafíos lo que
interesa, porque cada respuesta positiva es un fortalecimiento, una
profundización. No son las dificultades las que nos abaten, al contrario,
vencerlas o aguantar haciendo pata ancha aunque vengan degollando, eso es lo
que nos hace crecer. La función del desafío es que nos permite alcanzar grados
más altos y más profundos de vida. Llegar a ser más, y a ser más nosotros
mismos. El famoso “bienestar”, el famoso “estado de bienestar” no son un bien
máximo o absoluto. A veces lo que nos hace falta es lucha, sacrificio,
esfuerzo, en ocasiones heroísmo. Mientras Roma lo hizo logró ser Roma, la Roma
eterna. Cuando perdió su espíritu inaugural, cuando se abandonó a la molicie y
la corrupción, se fue degenerando hasta caer por sí sola, por su propia
debilidad mucho más que por el empuje de los bárbaros.
Pelear la fatalidad
La
única seguridad que tenemos los seres humanos respecto del futuro es que
podemos peleárselo a la fatalidad. La medida de nuestra seguridad es nuestra esperanza.
La fatalidad no podrá con nosotros. Roma misma, Roma la perdida, no ha muerto.
Gran parte de nuestra inteligencia, de nuestra alma, es Roma. Somos sus hijos y
sus continuadores. Como somos los hijos de Atenas, los delfines de la Europa
greco-latina cristiana. Si nuestros educandos vivencian hasta qué punto es apasionante
esta historia, al menos los mejores entre ellos no quedarán indiferentes, no se
aburrirán en las aulas. Vibrarán de entusiasmo por su pasado, y les repugnará
esta pseudo cultura de pan y circo. Ellos, nuestros chicos, deben vernos a
nosotros ennoblecidos por la tradición más humana y más sublime del mundo. Los
relativistas culturales me dirán: Ud. es un xenófobo: ¿Acaso nuestra
civilización es la mejor, la verdadera? Para nosotros es la mejor porque es la
única que podemos tener. Es la más bella, porque es la única que nos puede
elevar hasta la plenitud de la belleza que los occidentales podemos alcanzar.
Es la más alta porque es la única que nuestra alma puede comprender, amar y
conquistar. Es la más feliz porque ninguna otra puede darnos lo que nuestro
corazón anhela ancestralmente, desde la honda profundidad de su inconsciente.
Porque, en rigor, es la única que podemos penetrar, la única de la que podemos
enamorarnos.
Es
que nuestra alma está hecha de estratos de alma socrática y paideia griega, de
revelación bíblica y evangélica, de sentimientos caballerescos y románticos.
Pero también de aire barroco y moderno. Y de la música más desarrollada del
mundo. Es esta misma civilización y ninguna otra la que produjo la ciencia
experimental y la técnica. Que se halla hecho mal uso de ellas no puede opacar
sus prodigios. Fue ella misma la que nos regaló la inabarcable lista de los
máximos poetas, artistas, escritores y filósofos y una legión incontable y
desconocida de almas bellas, espirituales, inmoladas en el fuego de un amor sin
fronteras. ¿De estas raíces es que hay que renegar?
Todos,
todos los descubrimientos e invenciones vienen de nuestra cultura o fueron
rehechos por ella. De ella salieron también y esto constituye un salto
cualitativo, el concepto de persona, el estado de derecho, los derechos humanos
y la justa noción de libertad y bien común.
Por
añadidura tal civilización es universal y por eso podemos desde ella comprender
a las otras, como que éstas han podido asimilar la nuestra sin renegar necesariamente
de lo mejor de la propia.
¿Cómo
van a aburrirse nuestros jóvenes frente a tanta riqueza? ¿Es que los “expertos”
pedagógicos desean que la olviden? ¿Cómo van a querer quitarles semejante
alimento? ¿Lo van a reemplazar por los frutos agraces de la actual decadencia,
denunciada por Allan Bloom?
Para
nosotros, matrizados en esta cultura, ella es la única inteligible, la única
que puede devolvernos el sentido perdido de la vida y ofrecer una esperanza de
concordia entre los hombres.