por Eugenio
d’Ors
(de su libro “La civilización en la historia”,
1928)
La
cosmografía de Galileo y de Copérnico tiene las más importantes
correspondencias en el ámbito
de la cultura general. El hombre, al no ver ya en la tierra el centro del universo,
se acostumbra a no considerarse ya a sí mismo como el fin de la creación. Su
atención se vierte, pues, a la naturaleza, con su inmensidad, con su fuerza
avasalladora y tiende a disminuir el limitado valor de lo humano; así el humanismo
va cediendo poco a poco lugar a un panteísmo, unas veces doctrinalmente
formulado, otras veces inconscientemente sentido. En lo formal, este progresivo
estado de espíritu se traduce en el estilo barroco, estilo naturalista, que
sucede al clásico, propio del humanismo. Las figuras en aquél son como arrastradas
por el impulso de las corrientes, y consiguientemente la inspiración del factor
“tiempo” pasa a anteponerse a la inspiración del “espacio”. Esto se muestra muy
claramente en las artes; pero entre ellas las figurativas resisten más, como es
natural, a la deshumanización: ¿cómo imaginar una escuela de escultura que
prescinde de la consideración fundamental del cuerpo humano? En cambio, y
colocándonos en el otro extremo, ¿no ha de parecer siempre difícil la imposición
a la música de un contorno figurativo? ¿No se presenta en ella una fuerza
análoga en carácter y en amplitud a las fuerzas del cosmos? A medida que la
Edad Moderna avanza, enriquece e intensifica la música su florecer. Así como la
plenitud del arte pictórico ocurre entre los siglos XVI y XVII, el de la música
encuentra secular ocasión entre el XVII y el XIX. Desde el principio de la
carrera de Juan Sebastián Bach hasta el de la muerte de Richard Wagner, cinco o
seis generaciones dan aproximadamente todos los grandes nombres que ha lanzado
a la gloria el arte musical. No quiere decir que los tiempos anteriores no los
hayan conocido preclaros. Los del italiano Palestrina, los de los españoles
Cabezón y Victoria, van ligados a la transformación de la música religiosa por
la entrada en ella de la llamada polifonía, que, empleando la variedad
simultánea de los sonidos, envolvía las puras combinaciones matemáticas propias
del antiguo “canto llano” en el colorido de la expresión sentimental. A lo
numeral va así ganando terreno lo expresivo. Al mismo paso, el arte musical se
laiciza. Del templo pasa a los palacios reales; a través de éstos llega al
público y acentúa su predilección por las manifestaciones teatrales y por los
grandes conciertos, para cuya audición se forman sociedades en las metrópolis
artísticas. Entre aquellas manifestaciones inicia el siglo XVII el drama
lírico, en Francia; las zarzuelas, en España; el siglo XVIII, la ópera bufa, en
Nápoles; la ópera cómica, en París, hasta cuajar en la institución de la “ópera
italiana”, institución social y mundana tanto como lírica, apoteosis del bel
canto, mantenida en un ambiente más o menos artificioso, hasta que, en las
luchas de Gluck, adquiere un carácter totalmente dramático más o menos seguido
por sus sucesores y en que el genio de Mozart crea maravillas de perdurable
juventud. Paralelamente, en audiciones y conciertos se inician y prosperan
nuevos géneros: la cantata, la sonata, el oratorio, la llamada “música de cámara”,
la sinfonía, en fin. La serie de las nueve grandes sinfonías de Beethoven
señala la hora cumbre de la música sinfónica, ya en pleno romanticismo. Otros
instrumentos de comunión popular con la música se ligan a éste: el piano,
sucesor del antiguo clave, con su invención y difusión, característica éste de
la educación burguesa del siglo XIX; el “lied”, con el sentimentalismo de las
romanzas y su obvia comunicación con lo folklórico. La música ha ido así al
pueblo; su inspiración se encuentra cada día más en la naturaleza, en el
paisaje. Y de la naturaleza, a lo más profundo, a lo inconsciente. Las
elucidaciones de Schopenhauer y de Wagner descubren a la música su ley
trascendental de inconsciencia. El mismo impulso va acercándola a otro elemento
también oscuro: la nación; el nacionalismo musical se encuentra instaurado en
todo el mundo a fines del siglo XIX. En este suntuoso banquete sensual, el
cosmos está a punto de devorar al hombre. Se espera, se necesita una reacción.
Pero, mientras tanto, lo que domina en el ambiente es la descomposición,
iniciada por el impresionismo de Debussy y llevada más tarde a una sensual
ultranza, a las últimas consecuencias significadas por episodios ulteriores,
más característicos todavía; así los “bailes rusos” en los comienzos del siglo
presente, con el triunfo de la música colorista en ellos implicada, y la más
reciente aún tiranía del “jazz” americano, de inspiración afronegra y contenido
primitivista y anárquico.