por Miguel
Cruz
Revista Cabildo 2ª Época Nº 115, Septiembre 1987
Queremos
ahora hablar de la juventud.
Como
la palabra es imprecisa, notemos de entrada que nos vamos a referir, sobre
todo, a los chicos del país que tienen entre 18 y 25 años.
Una
edad aproximada, por supuesto. La que los habilita para trabajar o para
"ir" a la Universidad. La que los distancia del año '76 —comienzo de
la última intervención militar— tantos años como de su niñez o pubertad.
Viven
hoy, pues, en una adolescencia y una "democracia" recién estrenadas.
Y ya envejecidas.
Destino
fiero el del siglo XX para las juventudes argentinas. Hablamos de la
generalidad, no de los círculos de excepción.
Los
primeros cincuenta años, de brutal mediocridad, de desesperante chatura,
gangrenaron los más sanos empujes con el espíritu del romanticismo en su peor
versión: la del sentimentalismo.
Por
los años '60, sin embargo, los jóvenes ya comenzaban a ser la materia
experimental de inconfesables ensayos políticos.
Así
llegó la década del ‘70, con toda la pasión y la explosión exasperante e
impaciente de las izquierdas.
Todo
ese frenético fuego habría, sin embargo, de consumirse a sí mismo, para helarse
luego en las yertas cenizas de estos años del '80.
Una
década marcada despiadadamente, por el hedonismo más crudo que haya envenenado
alguna vez a la juventud de este país.
Hablamos
de las juventudes que caracterizan el tono de cada década, las que le dan su
paisaje.
Y
esta del '80, el rebaño de nuestros adolescentes, es el que transcurre, más bien
que vive, bajo los cebos multicolores y mortales del hedonismo.
Luego
de haberle destruido en un frenesí ciego sus más interiores moradas, no le
dejaron otro camino a la juventud, que merodear desamparada por sus propias
afueras, engolosinándolas.
El
hedonismo es una consecuencia de la mentalidad materialista por un lado, y su
esclavo por otra. Las grandes potencias que fundan sus imperialismos en un
proyecto materialista, necesitan ser servidas comercialmente por países
consumidores hedonistas, y que esas colonias estén pobladas por seres
humanamente disminuidos.
Unos
de los rasgos más patéticos de la mentalidad hedonista, son su frío egoísmo, y
su total indeterminación.
No
hay pasión ni en sus adhesiones, ni en sus rechazos, y por eso llamamos frío a
ese egoísmo. Aman lo útil sobre lo bello, pero sin pasión de lucha. No odian a
la rosa; la ignoran.
Y
es claro también que sus perfiles se diluyen imprecisos, rehuyendo todo rasgo
que pueda definir un rostro, pues han perdido el espíritu.
(Recordemos
la palabra de fray Petit de Murat: "Nada
indeterminado puede provenir del espíritu: solamente la materia y el
sensualismo dejan sin forma, inacabada, la hechura de las cosas; mientras el
espíritu busca definirlo todo en la lumbre de los mismos objetos, el
materialismo, a espaldas de lo real, levanta su torso inexpresivo, exhausto,
que apenas desdibuja una imagen de la sinrazón del hombre").
Hay
que ir entonces a las consecuencias pésimas del hedonismo, para saber
lúcidamente lo que combatimos, y de qué monstruosidades hay que rescatar a la
juventud de esta patria deshecha.
Los chicos sin la
tradición
La
sensualidad que irrita y engolosina el hedonismo, cierra un círculo de egoísmo
alrededor del adolescente, aislándolo en una subjetividad naúfraga, sin puentes
con el prójimo, ni con las generaciones que lo anteceden, o que lo sucederán.
Así
como en el orden sobrenatural, la caridad nos vincula —por amor a Dios—
horizontalmente con los contemporáneos, y verticalmente, en profundidad, con los
prójimos que ya no existen, en la comunión de los santos, así parecidamente
ocurre con la solidaridad en el orden natural.
En
efecto, la solidaridad nos ata horizontalmente a nuestros contemporáneos por un
lado, y por otro verticalmente a las generaciones que nos han precedido, y a
las que vendrán.
Esta
solidaridad, en sus dos dimensiones, es la que nos inserta en la corriente
temporal e histórica de la tradición.
Cuidado
con las palabras y su savia. La tradición no es contemplación inerte y
repetición mecánica de lo pasado. La tradición mira al presente y al futuro; no
a lo que muere sino a lo que pervive de ayer, transmitido por los
“padres", en el hoy y el mañana.
El
llamado espíritu del progreso, en cambio, solo mira a lo que va muriendo del
pasado, para enterrarlo.
Hay
entre la tradición y el "progreso", la misma diferencia y parecido,
que entre un labrador y un sepulturero.
El
adolescente inmerso en la tradición, comprende, bendecido por la sabiduría,
que, como enseñaba el filósofo Alberto Rougés "Somos esencialmente, aun cuando lo ignoremos, pasado que queda de lo
que pudo parecer que no era sino un presente que pasa".
Si
no se hace consciente de esa herencia como tradición, queda condenado, lo
quiera o no lo quiera, a vivir de taras y atavismos.
El
hedonismo así, por su egoísmo destruye la corriente vital de las generaciones
en su tradición solidaria, ese "presente de las cosas pasadas" del que
hablaba San Agustín.
Detiene
y destruye, escamoteándolo, el sentido de la historia.
Pero
no se queda solo aquí.
Los chicos sin la guerra
La
fortaleza, como todos sabemos, es una de las virtudes más necesarias que ha de
cultivar el hombre sobre esta tierra.
Ella
presupone que el hombre ha de ser fuerte para vencer los obstáculos que le
impiden sus pasos hacia el bien, y para resistir las agresiones del mal.
Un
bien deseable es la paz; pero, el pacifismo es la demencia de creer que en
ningún caso es posible ni aceptable la guerra, que no hay posesión ni dignidad
del hombre o de su alma, que valgan una gota de su sangre.
Tras
este pacifismo, está la corrompida raíz del hedonismo, el egoísmo delirante de
salvar la propia piel, así se derrumbe el Universo todo.
Nuestra
juventud, la juventud de estos años '80, es permanentemente asediada, por seducción
o agresión, con estas bajezas.
Se
le ha quitado la fortaleza, se la ha quitado el escudo de la guerra.
A
cambio de esto, se le prometen todos los sueños del sensualismo egoísta.
No
desaparecerá con el pacifismo el fantasma de la muerte, por cierto.
Los
sepulcros, simplemente, ya no se cavarán en las trincheras de una guerra justa
y para que otras generaciones vivan. El hedonismo abrirá en cambio tumbas,
sobre una paz corruptora, como ya lo hace, en los vientres mismos de las
madres, con el aborto, o en calles de ciudades sembradas de criaturas
envenenadas por la droga.
Aquí estamos. Aquí hemos venido a parar.
Estos
serán —estos son— los chicos sin la guerra.
El comienzo de la salida
De
este engañoso y artero empantanamiento, solo es posible salir, a través de una
intensiva y esforzada labor de cultura.
Como
se ve, no concebimos a la cultura en el sentido superficial que le al término
el espíritu burgués.
Hay
que advertir que el hedonismo aparece como mentalidad, cuando el sensualismo
deja de ser apenas una desviación de la voluntad, para instalarse definitivamente
como una confusión de la inteligencia.
Y
el hedonismo vigente, existe ya como mentalidad, en la juventud del país.
Salir
de aquí exige el esfuerzo de una reordenación total a la luz de principios
objetivos, pide una ascética revisión de la mente, que deseche toda convicción
y sedimentos inconscientes.
Sólo
la cultura, la verdadera cultura, es capaz de dar al joven elementos para esta
tarea, puesto que la cultura es tarea, y no don gratuito. Es labor que puede
llevar al hombre hacia la plenitud de su perfecta definición y la de las cosas
ordenadas bajo su potestad, pero solo si éste acepta previamente desposarse con
la sabiduría.
Pero,
¿por dónde y cómo empezar?
Largo
habrá de ser el camino. La cultura es cultivo, y el cultivo pide tiempo a la
vida y esperanzada paciencia al hombre. Pero hay un camino.
Su
comienzo puede ser difícil, más posible, y ha quedado señalado para los jóvenes
con estas palabras fuertes de fray Petit:
"Todo está
subvertido, absolutamente todo. Si confías en tu mente, la mente que has
recibido de este mundo, estás perdido. Todo ha sido prolijamente cambiado,
sustraída la verdad con toda paciencia y obstinación. .. (...) Cualquier
principio de este mundo que aceptes, estás perdido, porque el sistema de
confusión es total, el sistema de errores es total, el sistema de mentiras es
total".
Tras
esto, la amistad fiel a un maestro gigante y la posesión frecuentada de un
puñado de libros eternos, habrán de ser los mendrugos de pan y el trago de vino
necesarios para el resto del camino.