por P. Alfredo
Sáenz, S.J.
(de su libro “El hombre moderno”)
Junto
con la actitud consumista, el hombre moderno se caracteriza por una
pronunciada tendencia al hedonismo. ¿Qué es el hedonismo? Esta palabra viene
del griego, edoné, que significa
placer. El origen último del hedonismo es de índole filosófica, ya que
propiamente el hedonismo es un sistema filosófico, atinente al campo de la
moral, que hace consistir el bien en el placer. Según esta manera de ver, el
hombre encuentra su felicidad plenaria en el placer, el placer actual,
inmediato, sensible. El hombre, según los hedonistas, está sujeto a la
soberanía del instante; la previsión, el anhelo de un placer futuro lleva siempre
consigo cierta inquietud e inseguridad, y, por lo mismo, su espera implica una
cuota de dolor, que se trata de rehuir experimentando un nuevo placer lo más
rápidamente posible. Interpretada rigurosamente, la moral del hedonismo
presupone la superioridad del placer físico sobre el moral, y el principio del
egoísmo, mi placer sobre todo. Excluye, asimismo, toda moderación en la
búsqueda de la dicha. No importa lo que la moral diga de cada acto; lo importante
es el placer que en ellos pueda encontrarse.
Resulta
evidente que el hombre de nuestro tiempo parece abocado a satisfacer
febrilmente su ansia de placeres, sean ellos honestos o no. Se trata de
pasarla lo mejor posible, a costa de lo que fuere, en busca incesante de
sensaciones placenteras, siempre nuevas y cada vez más excitantes. Como afirma
Viktor Frankl, “en lugar de la primera orientación del hombre a un sentido se
ha puesto su pretendida determinación por los instintos, y en lugar de su
tendencia a los valores, que tan característica es del hombre, se ha puesto una
tendencia ciega al placer” (1). De ahí brota ese hombre frívolo, que tanto
conocemos, impermeable a todo lo que sea espiritual o incluso cultural.
Marcel
de Corte ha contrastado dicha actitud con la del hombre tradicional. Cuando la
moral era reconocida socialmente, traduciéndose en costumbres sanas, fundadas
en el deber cotidiano, el atractivo del placer y el temor del dolor, que se
experimentaban, por cierto, como en todas las épocas, no determinaban el
comportamiento de la gente, y si en algunos casos ello sucedía, era considerado
como una falencia del que así se comportaba. El campesino de antaño, que criaba
con abnegación una familia numerosa, y que día tras día, gracias a un trabajo
sostenido y sudoroso, lograba que su tierra rindiese lo más posible, no obraba
así atraído por el señuelo del placer. Tampoco lo hacía coaccionado desde
afuera, sino con cierta espontaneidad. Tal comportamiento lo había heredado de
sus padres y abuelos, pero él lo hacía suyo, voluntariamente. Vista desde
afuera, su actividad podía parecer como algo monótono, que le había sido
impuesto contra su voluntad, cuando en realidad obedecía, según la fórmula
bergsoniana, a un impulso vital. Y si por ventura, al terminar el día, o con
motivo de una cosecha fecunda, surgía el gozo de su corazón, dicho gozo se
incorporaba normalmente a la acción que lo había suscitado, “como a la juventud
su flor”, según la poética expresión de Aristóteles. El placer de la flor no se
separaba jamás de su tallo, ni menos de sus raíces, regadas con la humedad de
su sudor. Era, simplemente, su coronamiento y su aureola. Todo ello acaecía en
un marco de vida plenamente natural y espontáneo. El labrador pensaba en su tierra,
en su familia, en sí mismo, de modo que, sin hacer sobre ello desmedidas
reflexiones, su trabajo, más allá de las preocupaciones y de los placeres, era
un trabajo que lo humanizaba.
Ahora
las cosas no son así. En este tiempo, donde el trabajo ha perdido su sentido
humanizante, la gente no busca sino el placer. Es lo propio de las épocas
decadentes. La búsqueda omnímoda e insaciable del placer se convierte en una
necesidad inconsciente, análoga al uso de estupefacientes para el drogadicto.
El sufrimiento aparece con todas las características de un agresor, carente
totalmente de significación. Coincidiendo con lo que acabamos de decir, señala
de Corte que el hombre decadente necesita un placer inmediato, que invada todo
el campo de su sensibilidad. “Ahora bien, para un ser débil sólo pueden
realizar aquella condición aquellos objetos que son de consecución fácil y que
tocan muy de cerca la excitabilidad nerviosa. Allí donde el fin deseado exige
un esfuerzo, el placer no surge sino al término de la acción, a título secundario
y como complementario de ésta. La debilidad congénita del decadente siente
horror ante una perspectiva tan lejana, arrojándose sensiblemente hacia lo
sensible inmediato, hecho a la medida de su agotada vitalidad. Mientras el ser
fuerte, de costumbres sólidas, comulga con lo que lo trasciende, con el bien de
la especie, con el bien de la Ciudad, con Dios, el ser débil no dispone más que
de su pobre yo impotente, cautivado de su propia flaqueza” (2).
Sobre
todo a raíz de la influencia de Freud, se ha otorgado peculiar atención al
llamado “inconsciente”, cuyo descubrimiento se vio acompañado por una
veneración casi de carácter místico. Resulta curioso, pero al tiempo que se
divinizaron las formas oscuras del psiquismo, como si en ellas persistiesen
tendencias primitivas o instintos que habían animado a los antepasados de la
prehistoria, se despreciaron los mecanismos de represión, por los que esos
mismos antecesores habían encontrado los medios de moderar aquellos instintos y
tendencias. Se trabajaba, en resumen, para hacer del hombre actual un nuevo
primitivo, que siguiese la inclinación de sus instintos, huyendo del dolor,
cualquiera fuese, y buscando el placer, cualquiera fuese, desprovisto de los
“tabúes” que le preservaban de ser una bestia feroz.
Particularmente
se ha buscado “liberar” el campo del sexo, que ocupa
un lugar privilegiado en aquella búsqueda
ansiosa del placer que caracteriza al hedonismo. Una canción actual dice: “No importa si yo no soy el
primero, si has tenido varios antes que yo, pero conmigo te vas a diplomar”.
Se
confunde el sexo con el amor, “un amor de rebajas”, todo ligero, light él
también, sin contenido, siempre listo, al modo del picaflor donjuanesco, ante
la primera oportunidad que se presente. Un amor así entendido considera a la
mujer como mero objeto de placer, que se usa y se tira, material de descarte.
En esta materia se ha llegado hasta la saturación. Recientemente apareció en
los Estados Unidos una asociación de gente tan harta de sexo que se reúnen al
modo de los “alcohólicos anónimos” para liberarse de dicha adicción. Al sexo
practicado sin compromiso se lo llama “amor”, y al “bienestar” se lo equipara
con la “felicidad”.
Un
síntoma de este desenfreno hedonístico lo constituye la erradicación social del
pudor, que es la atmósfera protectora del sexo. Jacinto Choza, autor
contemporáneo, nos ha dejado sugerentes reflexiones sobre este tema en un libro
que lleva precisamente por título La supresión del pudor, signo de nuestro
tiempo (3). Resumamos sus asertos.
En
una primera aproximación, escribe, podemos decir que el pudor es la tendencia y
el hábito de conservar la propia intimidad a cubierto de los extraños. Se dice
que una persona no tiene pudor cuando manifiesta en público estados afectivos o
situaciones personales íntimas, y en general, cuando se comporta en público
como las demás personas suelen hacerlo solamente en privado. Así obran los
animales, que no se cubren ni se ocultan aun para sus funciones más íntimas.
Hay formas de comportamiento que se consideran anormales en la calle y
adecuadas dentro del hogar, y otras que ni siquiera se consideran correctas
dentro del hogar en presencia de los “íntimos”, pareciendo pedir la soledad más
estricta. Esta protección de la intimidad que es el pudor se expresa
principalmente en tres ámbitos: la vivienda, el vestido y el lenguaje.
Ante
todo en la vivienda. El hecho de la vivienda es un hecho bien humano. ¿Por qué
el hombre construye una casa para él y su familia? No solamente para protegerse
del frío, como alguno ha dicho, ya que también se la encuentra en zonas
cálidas. Tampoco para defenderse de la lluvia o de los animales. Los hombres
construyen casas para proteger su intimidad. La casa es la propia intimidad, el
lugar íntimo, y si se invita a un amigo, se lo invita a compartir dicha
intimidad, a reunir varias intimidades. El segundo ámbito donde se manifiesta
el pudor es el del vestido. Tampoco éste se justifica como una manera de
defenderse del frío. Sirve, por cierto, para eso, pero su significación es
mucho más profunda y tiene que ver directamente con el pudor. El cuidado en
cubrir el propio cuerpo significa que el que lo viste se juzga en posesión del
mismo, afirmando que no está a disposición de nadie más que de él, que no está
dispuesto a compartirlo con cualquiera, a no ser por propia voluntad. De ahí el
celo que muestra el marido o el novio por la decencia en el vestir de su esposa
o de su novia. El tercer ámbito del pudor es el del lenguaje. Éste sirve no
sólo para expresarse sino también para esconder los estados afectivos, no
haciéndolos “de dominio público”.
Pues
bien, nuestra época se caracteriza por la creciente desaparición del pudor en
todos sus niveles. La propia intimidad ha pasado a ser “res nullius”. La gente no se entrega, se abandona. Los rasgos
típicos de la sociedad actual que hemos ido analizando, la masificación, el
desarraigo, el igualitarismo, la falta de interioridad, etc., tienen no poco
que ver con esta supresión del pudor.
Es
cierto que actualmente el hombre sufre mucho, a veces como consecuencia de sus
propios defectos, sufre soledad, problemas económicos, aburrimientos y
angustias. Estos padecimientos pueden llegar a hacerse tan insoportables que la
apertura de la propia intimidad, la “evasión” de sí mismo, se presentan a veces
como una liberación. El hombre que se retira de su trabajo poco menos que
robotizado, siente la atracción vertiginosa del goce. Choza afirma que el mundo
moderno conoce esta nueva especie de actividad que nuestros antepasados, ni en
la época del panem et circenses, no
habían nunca separado de las demás: la función hedonística. Se busca la
comunicación con los demás y la superación de la propia soledad en la abolición
de la intimidad personal; en ese mismo momento, el pudor ha quedado descartado.
“No es que no haya pudor «de hecho», es que no lo puede haber de ninguna manera
porque no hay intimidad que se posea desde una instancia personal”. Y así la
protección del vestido o la cobertura de la vivienda pierden totalmente su
sentido. Por eso no hay que extrañarse de la impudicia creciente que se
manifiesta en el modo de vestir, ni del abandono de la casa familiar, sea
viviendo sin hogar, en la vereda y al aire libre, como hacían los hippies, sea
edificando casas “comunitarias”, que hacen imposible todo conato de vida
íntima. También el pudor sexual ha perdido su significación; la relación sexual
ya no es una entrega de la intimidad, sino un “abandono del cuerpo”, que como
“res nullius” queda a merced del primero que lo solicite para sí.
Tanto
el marxismo “comunitarista” como el liberalismo “permisivista” constituyen un
atentado contra el valor de la intimidad. Si tenemos en cuenta que estas
ideologías, o bien actúan como presupuestos configuradores de la mentalidad del
hombre contemporáneo, o bien se derivan de dicha mentalidad, resulta lógico que
el pudor carezca de sentido para una buena parte de los hombres de hoy.
Concluye
Choza su análisis con una observación digna de interés. Tras afirmar que la
supresión del pudor, que implica la supresión de la intimidad, es un signo de
nuestro tiempo, agrega que en tal situación el ateísmo se vuelve inevitable,
porque el encuentro con Dios sólo se puede realizar en el centro mismo de la
intimidad personal(4).
El
hedonismo constituye la atmósfera de la sociedad en que vivimos, una actitud
que no tolera ningún tipo de cuestionamiento. Cuando frente al desboque de la
pornografía y de los placeres degradantes alguien intenta levantar todavía el
ideal de la decencia y de la pureza, con frecuencia los medios de comunicación
reaccionan tratando de descubrir intereses egoístas en el que defiende las normas
de la ética, o sacando gozosamente a luz las inmoralidades secretas de algunas
personalidades públicas que parecían encarnarlas. Resulta inocultable la
satisfacción con que algunos medios se detienen morosamente en revolver las
presuntas lacras de algunos sacerdotes y obispos, así como su gusto cuando, en
un arrebato de necropornografía, atribuyen homosexualidad a grandes políticos y
artistas de tiempos pasados. Todos somos iguales, igualmente corruptos. Ello
constituye un eficaz aliciente a las corrientes hedonistas hoy imperantes.
La
tendencia al hedonismo es la consecuencia más cabal del desarraigo y el vacío
que caracterizan al hombre moderno. Los fines de semana se convierten en un
período de evasión de las preocupaciones presentes y futuras, con la
consiguiente sumersión en los placeres que embotan el espíritu. Se compra el
olvido con el alcohol, el ruido, el placer sexual, buen pasto de cultivo para
la drogadicción. Cuántas veces, caminando por la calle, nos ha impresionado ver
tantos rostros sin profundidad, sin realidad, rostros epidérmicos. La civilización
del goce es la muerte de los rostros (5).
No
hace mucho ha dicho Sábato en un reportaje: “Fíjese en la nación más
desarrollada del mundo, Estados Unidos, que tiene unos 240 millones de
habitantes contra los 6000 millones del planeta. Y bien: el 80% del consumo
mundial de drogas se realiza en ese país. El paraíso del desarrollo, con todos
los cachivaches de la sociedad de consumo, está condenado a la muerte por
drogas. Pronto veremos la catástrofe espiritual en el Japón, acompañada de
drogas, suicidios y locura. Ya que hemos perdido este prestigioso tren del
desarrollo, en lugar de soñar con él meditemos que nos salvamos de las peores
calamidades que esperan a la humanidad. La droga no es un problema policial, es
un problema psicológico y espiritual” (6).
(1)
La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid 1979, pp.95. 106.
(2)
Encarnación del hombre..., pp.98-100.
(3)
Eunsa, Navarra 1980.
(4) Cf. ibid., pp.15-35.
(5) Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo..., p.197.
(6) Diario La Nación, 24 de junio
de 1991.