“Sé perfectamente que
existe una opinión según la cual los tiempos en que apareció la Consagración
vieron cómo se realizaba una revolución. Revolución cuyas conquistas estarían
hoy en vías de ser asimiladas. Me declaro en contra de esta opinión. Estimo
que se me ha considerado erróneamente como un revolucionario. Cuando la
Consagración apareció, fueron muchas las opiniones a que dio lugar. Entre el
tumulto de opiniones contradictorias, mi amigo Maurice Ravel intervino casi
solo para poner las cosas en su lugar. Él supo ver y dijo que la novedad de la
Consagración no residía en la escritura, en la instrumentación, en el aparato
técnico de la obra, sino en la entidad musical.
Se me ha hecho
revolucionario a pesar mío. Ahora bien: los arrebatos revolucionarios nunca son
enteramente espontáneos. Hay gentes hábiles que fabrican revoluciones con
premeditación... Hay que precaverse contra los engaños de quienes os atribuyen una
intención que no es la vuestra. Por lo que a mí toca, nunca oigo hablar de
revolución sin recordar la conversación que G. K. Chesterton nos cuenta que
tuvo con un tabernero de Calais al desembarcar en Francia. Este último se
lamentaba amargamente de la dureza de la vida y de la falta cada vez mayor de
libertad: "Es lamentable, concluía, haber hecho tres revoluciones para
volver a caer siempre al mismo lugar”. Y Chesterton le contesta que una revolución,
en el sentido propio del término, es el movimiento de un móvil que recorre una
curva cerrada y vuelve así al punto de partida...
El tono de una obra como
la Consagración pudo parecer arrogante; su lenguaje, rudo en su novedad; esto
no implica en modo alguno que sea revolucionaria en el sentido subversivo del
vocablo.
Si basta romper con una
costumbre para merecer el calificativo de revolucionario, todo músico que tiene
algo que decir y que sale, por decirlo así, de la convención establecida,
deberá ser reputado como revolucionario. ¿Por qué cargar el diccionario de las
bellas artes con este término retumbante que designa, en su más habitual
acepción, un estado de perturbación y de violencia, cuando hay tantas palabras
más apropiadas para designar la originalidad?
Para ser francos, me
vería en un apuro si quisiera citar a ustedes un solo hecho que, en la historia
del arte, pueda ser calificado como revolucionario. El arte es constructivo por
esencia. La revolución implica una ruptura de equilibrio. Quien dice revolución
dice caos provisional. Y el arte es lo contrario del caos. No se abandona a él
sin verse inmediatamente amenazado en sus obras vivas, en su misma existencia.
La cualidad de
revolucionario se atribuye generalmente a los artistas de nuestros días con
una intención laudatoria, sin duda porque vivimos en un tiempo en el que la
revolución goza de una especie de prestigio en el medio de una sociedad
anticuada. Entendámonos: yo soy el primero en reconocer que la audacia es lo
que mueve a las más bellas y más grandes acciones; razón de más para no ponerla
inconsideradamente al servicio del desorden y de los apetitos brutales, con la
intención de un sensacionalismo a toda costa. Apruebo la audacia; no le fijo,
de ningún modo, límites; pero tampoco hay límites para los errores de lo
arbitrario.
Si queremos
gozar plenamente de las conquistas de la audacia debemos exigir, ante todo, su
perfecta y clara luminosidad. Trabajaremos por ella al denunciar las
falsificaciones que puedan tender a usurpar su lugar. La exageración gratuita
pervierte todas las cosas; todas las formas a las que se aplica. Entorpece y
embota con su precipitación las novedades más valiosas; corrompe
simultáneamente el gusto de sus adoradores, lo cual explica que este
gusto pase rápidamente, sin transición, de las más insensatas complicaciones a
las trivialidades más chabacanas.
Un complejo
musical, tan árido como pueda ser, es legítimo en la medida de su autenticidad.
Pero para reconocer los valores auténticos entre los excesos facticios, es
necesario estar dotado de una intuición que nuestro esnobismo desprecia tanto
más cuanto más desprovisto se encuentra de ella.
(…)
La función del creador
es pasar por tamiz los elementos que recibe, porque es necesario que la actividad
humana se imponga a sí misma sus límites. Cuanto más vigilado se halla el arte,
más limitado y trabajado, más libre es.
Por lo que a mí toca,
siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, delante de la infinidad
de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está
permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia
se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo fundarme sobre nada y
toda empresa, desde entonces, es vana.
¿Estoy, pues, obligado a
perderme en este abismo de libertad? ¿A qué podre asirme para escapar al
vértigo que me atrae ante la virtualidad del infinito? Pero no he de perecer. Venceré
mi terror y me haré firme en la idea de que dispongo de siete notas de la gama
y de sus intervalos cromáticos, que el tiempo fuerte y el tiempo débil están a
mi disposición y que tengo así elementos sólidos y concretos que me ofrecen un
campo de experimentación tan vasto como la desazón y el vértigo del infinito
que me asustaban antes. De este campo extraeré yo mis raíces, completamente
persuadido de que las combinaciones que disponen de doce sonidos en cada octava
y de todas las variedades de la rítmica me prometen riquezas que toda la
actividad del genio humano no agotará jamás.
Lo que me saca de la
angustia que me invade ante una libertad sin cortapisas es que tengo siempre
la facultad de dirigirme inmediatamente a las cosas concretas que he expuesto.
Sólo he de habérmelas con una libertad teórica. Que me den lo finito, lo
definido, la materia que puede servir a mi operación, en tanto esté al alcance
de mis posibilidades. Ella se me da dentro de sus limitaciones. A mi vez le
impongo yo las mías. Henos entonces en el reino de la necesidad. Y con todo:
¿quién de nosotros no ha oído hablar del arte sino como de un reino de
libertad? Esta especie de herejía está uniformemente extendida porque se piensa
que el Arte cae fuera de la común actividad. Y en arte, como en todas las cosas,
no se edifica si no es sobre un cimiento resistente: lo que se opone al apoyo
se opone también al movimiento.
Mi libertad consiste,
pues, en mis movimientos dentro del estrecho marco que yo mismo me he asignado
para cada una de mis empresas.
Y diré más: mi libertad
será tanto más grande y profunda cuanto más estrechamente limite mi campo de
acción y me imponga más obstáculos. Lo que me libra de una traba me quita una
fuerza. Cuanto más se obliga uno, mejor se liberta de las cadenas que traban al
espíritu.
A la voz que me ordena
crear respondo con temor, pero en seguida me tranquilizo al tomar como armas
las cosas que participan en la creación, pero que le son todavía exteriores. Y
lo arbitrario de la sujeción no está ahí más que para obtener el rigor de la
ejecución.
De todo lo dicho hemos
de concluir en la necesidad de dogmatizar bajo pena de no alcanzar el fin
propuesto. Si estas palabras nos incomodan y nos parecen duras, podemos
abstenernos de pronunciarlas. No por eso dejarán de encerrar el secreto de la
salvación: "Es evidente —escribió Baudelaire— que las retóricas y las
prosodias no son tiranías inventadas arbitrariamente, sino una colección de
reglas reclamadas por la organización misma del ser espiritual; y nunca, ni las
prosodias ni las retóricas, han impedido que la originalidad se produzca claramente.
Por lo contrario, decir que contribuyen a que la originalidad se despliegue,
será infinitamente más cierto”.
Igor Strawinsky, Poética musical.