por Mons. Fulton J. Sheen
De su libro “Conozca la religión”
Si uno viera multitudes
de personas que vagan por los campos con hachas en las manos y sartenes atadas
a las espaldas, deduciría que esa gente no ha encontrado
todo el oro que buscaba. Si uno viera ejércitos de enfermeras y de médicos
que pasan en ambulancias o que transportan camillas, deduciría
que no se ha encontrado todavía la salud.
Cuando uno ve la gente que se apiña en los teatros, que se apretuja contra los bares
para beber, que busca nuevas emociones impulsada por su inquietud de espíritu,
deduce que no ha encontrado todavía el placer, porque de otro modo no estaría
buscándolo.
El hecho mismo de poder
concebir una felicidad mayor que la que uno goza en este momento es una prueba
de que no se es feliz. No hay duda de que en un momento u otro de su vida uno
consiguió lo que a su entender le proporcionaría la felicidad, pero cuando lo
consiguió, ¿fue realmente
feliz?
¿Recuerdas tú, cuando
eras pequeño, con qué ardor esperabas la llegada de la Navidad? Creías que ibas
a ser tan feliz, con la boca llena de tortas, las manos repletas de juguetes y
los ojos iluminados por las velitas del árbol.
Llegaba la Navidad, y
después de haber comido todo lo que podía, después de haber apagado la última
velita del árbol y de jugar con los juguetes hasta que ya no lo entretuvieran,
uno se metía en su camita y reflexionaba que después de todo no había sido lo
que se había imaginado. ¿Y no es esa una experiencia que se repite mil veces en
el curso de la vida?
Uno esperaba con
ansiedad los goces del viaje pero cuando regresaba a su casa con los pies fatigados
reconocía que los dos días más felices habían sido el de la partida y el del
regreso. Quizás esperara encontrar en el matrimonio la felicidad perfecta. Pero
aunque le haya proporcionado cierta medida de felicidad, ahora debe reconocer
que se ha habituado a dar por sentado el amor de su cónyuge.
¿Por qué será que todas
las canciones de amor hablan de “cuán felices seremos”? ¿Quién ha oído nunca
una canción sobre “cuán felices somos”? La amada o el amado pueden ser el sol
de todas las alegrías, pero tarde o temprano uno de los dos se desilusiona.
..
.al observar
que
había atribuido a su amor mucho más
que
lo que corresponde otorgar a un mortal.
LUCRECIO
Uno no tiene nunca sed
al borde del aljibe.
Quizá fuera la riqueza
lo que uno deseaba. La obtuvo, y ahora teme perderla. “Un freno de oro no
mejora al caballo”. La felicidad de un hombre, verdaderamente, no consiste en
la abundancia de cosas que posee. Quizá fuera el deseo de ser famoso lo que uno
ambicionaba. Llegó a ser famoso, solamente para descubrir que la reputación es
como una pelota: apenas empieza a rodar, todos le dan puntapiés.
El hecho es que uno
desea ser perfectamente feliz, y que no lo es. Su vida ha sido una serie de
decepciones, de contrastes y de desilusiones. ¿Cómo ha reaccionado ante esas
decepciones? O se volvió cínico, o se volvió religioso.
Si se volvió cínico,
decidió que, ya que la vida es un engaño y una ilusión, corresponde sacarle el mayor
provecho posible. En ese caso uno se aferraba a todo placer y a toda diversión
que los sentidos le ofrecían, convirtiendo su vida en una busca incesante de lo que uno
mismo llamaba “diversión”. O si no, habrá reaccionado ante las decepciones, volviéndose
religioso y diciendo: “Si quiero ser feliz, será
porque fui hecho para la felicidad. Si sólo encuentro
decepciones en esa busca, será porque busco la felicidad donde no hay que
buscarla. Tengo que buscarla en otra parte, es decir, en Dios.”
La primera reacción
implica una falacia: la de creer que el propósito
de la vida es sacar de ella el mayor placer posible. Ésta
sería la actitud correcta si uno fuera un animal. Pero uno tiene un alma, además
de un cuerpo. Por lo tanto, hay alegrías en la vida, además de placeres.
Hay una inmensa
diferencia entre ambos. El placer es del cuerpo: la alegría pertenece a la
mente y al corazón. Las langostas de Chile causan placer a ciertas personas,
pero ni siquiera los más apasionados comedores de langostas podrán decir que
les causan alegría. Uno puede cansarse rápidamente de los placeres, pero uno no
se cansa nunca de las alegrías. Un niño puede creer que es capaz de comer infinitas
cantidades de helado, pero pronto descubre que su estómago no es infinito.
Un placer puede ser
intensificado hasta el punto en que cesa de ser un placer; puede convertirse en
dolor, si se pasa de cierto límite; por ejemplo las cosquillas, o la bebida.
Pero la alegría de una conciencia pura, o la alegría de una Primera Comunión o
del descubrimiento de la verdad, no se convierten nunca en dolor.
El hombre puede marearse
con el placer de la bellida, pero no puede en ningún caso marearse con la
alegría de rezar. Una luz puede ser tan brillante que deslumbre el ojo, pero
ninguna idea fue jamás tan brillante como
para matar la mente. En realidad, cuanto más
poderosa y más clara es la idea, tanto mayor es la alegría
que provoca. Por lo tanto, si uno vive para el placer, se pierde las alegrías
de la vida.
Además, habrás advertido
que cuando aumentaba el deseo del placer, la satisfacción que dicho placer
proporcionaba disminuía. El cocainómano, para sentir la misma intensidad de
placer, tiene que doblar la dosis. ¿Crees tú que esté bien una filosofía de la
vida que se basa en la ley del provecho decreciente? Si uno hubiera sido hecho
para el placer, ¿por qué habría de decrecer con el tiempo la capacidad de
placer, en vez de aumentar?
Por otra parte, ¿habrás
tú observado que tus placeres eran siempre mayores antes de su satisfacción que
durante ella? Con las alegrías del espíritu sucede exactamente lo opuesto. La
cruz, por ejemplo, es poco atrayente como perspectiva, pero es dulce cuando se
la logra. Para Judas, la perspectiva de las treinta monedas de plata era
atrayente, pero no dejó de devolver sus treinta monedas de plata. Había
obtenido lo que quería, y ahora le causaba repugnancia.
Si tu filosofía consiste
en divertirte siempre, habrás descubierto, hace ya mucho tiempo, que tú nunca te
divertías realmente cuando ibas siempre en busca de la felicidad, sin llegar a
capturarla. Por una deformación de la naturaleza, tú haces que la felicidad
consista en la busca de la felicidad, en vez de la felicidad en sí, así como
muchos profesores modernos prefieren infinitamente más buscar la verdad que
encontrarla. De ese modo tú te sientes más hambriento cuando estás más
satisfecho.
Una vez pasado el primer
encanto de la propiedad, cuando tus posesiones ya empiezan a parecerte
insípidas, tu única felicidad consiste en la busca de nuevas posesiones. Tú vuelves
las páginas de la vida, pero no lees jamás el libro.
Por eso las personas que
viven en busca exclusiva del placer se vuelven cínicas en la madurez. Un cínico
ha sido definido como aquel que sabe el precio de todo y el valor de nada. Tú
empiezas a echarle las culpas a las cosas, en vez de echártelas a ti mismo. Sí
estás casado, dices: “Si tuviera otro marido, u otra mujer, entonces sí podría
ser feliz”. O dices: "Si tuviera otro empleo...”, o: “Si frecuentara otro
club nocturno…”, o: “Si estuviera en otra ciudad, entonces sí sería feliz.” En
cada caso tú consideras que la felicidad es extrínseca a ti mismo. No es raro
entonces que seas desdichado. Estás persiguiendo un espejismo, y seguirás persiguiéndolo
hasta que la muerte te lo impida.
Nunca encontrarás la
felicidad que anhelas, porque tus deseos se hallan en conflicto. A pesar de los
avisos que leemos en los clubes nocturnos: “Coma y baile al mismo tiempo”, no
es posible hacer las dos cosas al mismo tiempo. En ciertos placeres hay una
especie de exclusividad; no pueden ser gozados al mismo tiempo que otros. No se
puede gozar de un buen libro y de un partido de fútbol al mismo tiempo. No se
puede hacer un sandwich con los placeres de la natación y del esquí. Hasta los
mejores placeres, como el goce de la música y de la literatura, no pueden
prolongarse infinitamente, porque los recursos humanos no son capaces de gozar
de ellos sin descanso. Quizá no tenga límite la posibilidad de volver a esos
placeres, pero sí es limitada nuestra capacidad de permanecer en ellos.
Más,
más es el grito del alma extraviada;
el
hombre no puede satisfacerse con menos que Todo.
BLAKE
Si te basas en el
principio de divertirte siempre, toda tu vida se vuelve desordenada y desdichada,
sencillamente porque la felicidad es un producto secundario, no es una meta; es
la acompañante de la novia, no es la novia; surge de otra cosa. Uno no come
para ser feliz; pero uno es feliz porque come. Por lo tanto, hasta descubrir cuál es nuestro propósito en la vida, no
podemos ser felices.
El tiempo es el mayor
obstáculo en el mundo para la felicidad, no sólo porque nos obliga a gozar de
los placeres en sucesión, sino también porque uno no es realmente feliz
mientras es consciente del paso del tiempo. Cuanto más mira uno el reloj, tanto
menos feliz es. Cuanto más goza uno, tanto menos consciente es del paso del
tiempo. Uno dice: “El tiempo pasó como nada.” Quizá, por lo tanto, la felicidad
tenga algo que ver con lo eterno. Uno puede encontrar la felicidad dentro del
tiempo, pero lo que desea es una felicidad intemporal.
La otra reacción ante la
decepción es mucho más razonable. Comienza por preguntarse uno: ¿Por qué me
siento decepcionado?, y luego: ¿Cómo puedo hacer para evitarlo?
¿Por qué estás tú
decepcionado? A causa de la terrible desproporción entre tus deseos y tus
realizaciones. Nuestra alma tiene cierta infinitud en sí, porque es espiritual;
pero nuestro cuerpo y el mundo que nos rodea son materiales, limitados,
“encerrados, apretados, confinados”. Uno puerde imaginarse una montaña de oro,
pero nunca verá ninguna. Uno puede imaginarse un castillo de cien mil
habitaciones, una de ellas cubierta de diamantes, otra de esmeraldas, otra de
perlas, pero nunca verá un castillo así.
Del mismo modo, uno
espera con ansiedad cierto placer terrenal, o un empleo, o una nueva situación social,
pero una vez logrado, empieza a advertir la tremenda desproporción entre el
ideal imaginado y la realidad poseída. Las decepciones se suceden. Todos los
ideales terrenales se pierden cuando uno los posee. Cuanto más material es el
ideal, tanto mayor es la decepción; cuanto más espiritual es, tanto menor la
desilusión. Por eso, aquellos que se dedican a los intereses espirituales,
tales como la busca de la verdad, no se despiertan nunca por la mañana con un
gusto horrible en la boca, o la sensación de no poder seguir adelante.
Habiendo descubierto por
qué estás decepcionado, es decir, a causa de la desproporción entre el ideal
concebido en la mente y su realización en la carne o en la materia, no por eso te
vuelves un cínico. Más bien, te conviene dar un paso más y tratar de evitar en
lo posible, y enteramente, esas decepciones. No hay nada anormal en el hecho de
querer vivir, no dos años más, sino siempre; no hay nada raro en el deseo de la
verdad, no la verdad de la economía con exclusión de la verdad de la historia,
sino toda la verdad; no hay nada inhumano en el anhelo de amor, de un amor que
dure, no hasta que la muerte provoque una separación,
no hasta que la saciedad se imponga o la traición
lo destruya, sino siempre.
Evidentemente, nadie
desearía esta Vida Perfecta, esta Verdad Perfecta y este Amor Perfecto, si no
existieran. El mismo hecho de gozarlos fragmentariamente da a entender que debe
de haber un todo. Uno no conocería nunca su breve arco, a menos que existiera
una circunferencia completa; uno no avanzaría nunca entre sus sombras, a menos
que existiera la luz.
¿Acaso un pato sentiría
el instinto de nadar, si no existiera el agua? ¿Acaso un niño lloraría pidiendo
alimento, si no existieran los alimentos? ¿Tendríamos ojos, si no existiera una
Belleza visible? ¿Habría oídos, si no hubiera armonías audibles? ¿Y acaso
sentiría uno un anhelo de vida eterna, de verdad perfecta y de amor extático,
si no existieran la Vida y el Amor y la Verdad Perfectos?
En otras palabras, hemos
sido hechos para Dios Nada menos que lo Infinito nos satisface, y querer
satisfacerse con menos es destruir nuestra propia naturaleza. Como los grandes navíos,
que una vez botados al agua se mueven inseguros en las aguas poco profundas de
los ríos angostos, así nos encontramos inseguros dentro de los confines del
espacio y del tiempo, y solamente estamos tranquilos en el mar de lo infinito.
Parecería que nuestra
mente se satisfaría con conocer una hoja, un árbol o una rosa; pero nunca
exclama: “Basta.” Nuestro afán de amor no se satisface jamás. Toda la poesía
amorosa es un grito, un gemido y un sollozo. Cuanto más puro es el amor, tanto
más suplica; cuanto más se alza sobre la tierra, tanto más se lamenta. Si un
grito de alegría y de éxtasis interrumpe este lamento, sólo lo hace por un
instante, y luego vuelve a hundirse en la inmensidad de los deseos. Uno tiene
razón, al llenar la tierra entera con el canto de su inmenso corazón, porque
uno ha sido hecho para el amor.
Ninguna belleza
terrestre nos sacia, porque cuando la belleza se desvanece de nuestra vista, la
revivimos, más hermosa todavía en nuestra imaginación.
Aun cuando uno se vuelve
ciego, la mente sigue presentando la imagen de la belleza ante nosotros, sin
falta, sin límites, y sin sombra. ¿Dónde está la belleza ideal con la cual
soñamos? ¿No es toda la belleza de la tierra la sombra de algo infinitamente
más grande? No es raro que Virgilio deseara quemar su Eneida y que Fidias
arrojara al fuego su cincel. Cuanto más cerca se encontraban de la belleza,
tanto más parecía ésta alejarse de ellos, porque la belleza ideal no se
encuentra dentro del tiempo, sino en lo infinito.
A pesar de esforzarnos
por satisfacer nuestros ideales aquí abajo en la tierra, lo infinito nos
atormenta-. El esplendor del sol poniente, cuando se oculta como una “hostia
en la dorada custodia del Occidente”, el aliento de un viento de primavera, la
divina pureza del rostro de una Virgen, todo eso nos llena de nostalgia, de un
anhelo de algo más hermoso todavía.
Con los pies en la
tierra soñamos con el cielo; criaturas del tiempo, lo despreciamos; flores de
un día, tratamos de eternizarnos. ¿Por qué queremos esa Vida, esa Verdad, esa
Belleza, esa Bondad y esa Justicia si no hemos sido hechos para ellas? ¿De dónde
provienen? ¿Cuál es la fuente de la luz en la calle ciudadana a mediodía? No
está debajo de los automóviles, de los ómnibus, ni bajo
los pies de las multitudes apresuradas, porque allí la luz se mezcla con las
tinieblas. Si uno quiere encontrar la fuente de la luz, tiene que buscar algo
que no posea ninguna mezcla de oscuridad ni de sombra, es decir, la luz pura,
que es el sol.
Del mismo modo, si uno
quiere descubrir la fuente de la Vida, de la Verdad y del Amor tiene que buscar
una Vida que no esté mezclada con su sombra, la muerte, una Verdad que no esté
mezclada con su sombra, el error, y un Amor que no esté mezclado con su sombra,
el odio. Hay que buscar algo que es la Vida Pura, la Verdad Pura, el Amor Puro,
y ésa es justamente la definición de Dios. Y la causa de que uno esté
decepcionado, es el no haberlo encontrado todavía.
Si
hubiera aparecido en algún lugar del espacio
algún
lugar de refugio donde huir,
nuestra
alma habría buscado refugio allí,
y
no en Ti.
Porque
entonces nos habríamos golpeado contra
los
barrotes de la Creación
como
águilas prisioneras, y a través de los
mundos
habríamos buscado
unos
pocos centímetros de tierra para apoyar
nuestros
pies,
si
no existieras Tú.
Y
sólo cuando descubrimos que ni en la tierra
ni
en el aire
ni
en el cielo ni el infierno existía un lugar así,
cuando
descubrimos que no podíamos huir de
Ti
a ninguna parte,
entonces
huimos hacia Ti.
RICHARD
CHEVENIX TRENCH
Aquel
que buscamos es Dios. Nuestra desdicha no se debe a nuestra carencia de dinero,
o de altas posiciones, o de fama, o de vitaminas suficientes; se debe, no a la
carencia de algo fuera de nosotros, sino a la carencia de algo dentro de
nosotros. Uno no puede satisfacer el alma con meras envolturas. Si el sol
pudiera hablar, diría que es feliz de brillar; si un lápiz pudiera hablar,
diría que es feliz cuando escribe; porque ésos son los fines para los cuales el
sol y el lápiz fueron hechos. Nosotros
fuimos hechos para la felicidad perfecta. Ése es nuestro propósito. Por eso no
es raro que todo lo que esté debajo de Dios no nos satisfaga.
Pero
¿has advertido que cuando comprendes que has sido hecho para la Felicidad
Perfecta los placeres del mundo se vuelven mucho menos decepcionantes? Uno deja
de pedirle peras al olmo. Cuando uno comprende que su meta es Dios, ya no se
siente más decepcionado, porque no coloca en las cosas más esperanzas que las
que las cosas admiten. Uno deja de buscar alegrías de primer agua donde sólo
pueden encontrarse placeres de décimo orden.
Uno
empieza a comprender que la amistad, las alegrías del matrimonio, el encanto de
la posesión, el ocaso y la estrella vespertina, las obras maestras de la
pintura y de la música, el oro y la plata del mundo, las industrias y las
comodidades de la vida, todos son dones de Dios. Él nos los dejó en el camino de
la vida, para recordarnos que si son tan hermosos, ¡cuánto más hermosa será la
Belleza verdadera! Quiso que fueran puentes mediante los cuales nos acercáramos
a Él. Después de gozar de las cosas hermosas del mundo, uno debía pensar:
"Si la chispa del amor humano es tan brillante, cómo será entonces la
Llama.”
Desdichadamente,
muchos se enamoran tanto de los dones que el gran Dador de Vida les ha dejado
en el camino de la existencia, que construyen sus ciudades en torno del don, y
se olvidan del Donante; y cuando esos dones, por pura lealtad hacia su Creador,
cesan de proporcionarles la felicidad perfecta, entonces se rebelan contra
Dios, se vuelven cínicos, y se desilusionan.
Hay
que cambiar totalmente de punto de vista. La vida no es una burla. Las
decepciones no son más que piedras miliares en el camino de la vida, que nos
dicen: “La felicidad perfecta no se encuentra aquí.” Toda desilusión, toda
esperanza terrena fracasada, todo deseo carnal frustrado nos señalan a Dios.
Uno puede acercarse a Dios no sólo portándose bien, sino también, y eso es lo
raro, a través de una serie; de disgustos.
La
sensación misma de estar perdido, que uno siente en este mundo, es en sí una
prueba de que alguna vez uno ha pertenecido a algo; justamente, que uno ha
pertenecido a Dios. Aunque nuestras pasiones se hayan satisfecho aquí abajo,
uno no se satisfizo nunca, porque si bien nuestras pasiones pueden encontrar alguna
satisfacción en este mundo, nosotros no podemos. Si en este momento tú crees
que tus vicios te han abandonado, no debes creer por eso que tú hayas
abandonado los vicios.
Empieza
por tu propia insuficiencia y da comienzo a la busca de la perfección. Empieza
por tu propia vacuidad y busca a Aquel que puede llenarla. Pero debes tener
conciencia de tu soledad, de tu necesidad y de tu desilusión, antes de poder
desearlo a Él para que las satisfaga. “Buscad y encontraréis" (Mateo 7,
7).
Miremos
dentro de nuestro corazón. Nos cuenta la historia de cómo hemos sido hechos. No
es perfecto en forma ni color, como un corazón de tarjeta postal. Parece faltar
un trocito al costado de todo corazón humano. Quizá eso quiera significar que
un trozo fue arrancado del Corazón de Cristo, cuando abrazó a toda la humanidad
en la Cruz.
Creo
que el verdadero sentido de este trocito que falta es que, cuando Dios creó
nuestro corazón humano, lo encontró tan bueno y tan digno de amor que se guardó
un trocito de recuerdo en el cielo.
Mandó
el resto a este mundo para que gozara de Sus dones y los usáramos como piedras
donde apoyarnos en nuestro camino hacia Él, siempre recordando que no podemos
amar nada de este mundo con el corazón entero, porque no tenemos un corazón
entero para amar con él. Para poder amar a alguien con todo el corazón, para
poder sentir la verdadera clama, para poder sentir que nuestro corazón ha
recuperado su entereza, tenemos que regresar nuevamente a Dios y recuperar el
trozo que desde la eternidad se ha guardado para nosotros.