Padre Héctor O. Oglietti, “El
Evangelio sobre los tejados”, Edición Proartel, Buenos Aires, 1966.
NOTA
DEL BLOG: Han transcurrido 50 años desde que se dijeran estas cosas. La
degradación producida en ese lapso es a todas luces evidente, bastaría pensar
solamente que entonces se decían estas verdades en la televisión, y hoy ese
mismo canal de TV tiene como estrella a un degenerado promotor de la
contracultura como Marcelo Tinelli; entonces las barras de jóvenes no llegaban
a drogarse en la forma en que hoy lo hacen, muriendo como moscas en los
recitales; el satanismo era incipiente, y hoy ha invadido todos los medios de
comunicación. Pero las indicaciones dadas hacia una solución de este
problema siguen siendo las mismas, al igual que sus responsables.
Una
de las características más notorias de la adolescencia, es la tendencia a la
imitación.
Los
jóvenes en vez de crear, imitan, porque carecen de originalidad y porque temen
el fracaso. La imitación no es otra cosa que un sustituto de la originalidad. Y
es que crear implica esfuerzo, trabajo, dolor, perseverancia y muchas veces
acarrea el desprecio de los demás.
Llega
un cierto momento en la juventud en el que el YO siente la imperiosa necesidad
de manifestarse de alguna manera. Ya no le basta ser amado, quiere comenzar a
amar él mismo, ser él mismo. Y en realidad esta es una de las tareas más
difíciles. Ser uno mismo, significa ser auténtico3 es decir, no
dejarse arrastrar por la corriente de mediocridad que abunda en este mundo.
Entonces
el joven se torna un mero adorador de héroes; necesita un ideal y muchas veces
carece de algo mejor que un actor o actriz cinematográficos, o un director de
orquesta de moda o el cantante o la cantante melódicos hacia los cuales
proyecta su vida emocional.
Su
personalidad es como el camaleón; adopta el color del lugar o de las
circunstancias que lo rodean. Gomo el agua, toma la forma del recipiente que la
contiene.
A
menos que la educación dé a nuestros jóvenes un entrenamiento de la voluntad,
éstos entrarán en la edad adulta convertidos en verdaderos esclavos de la
propaganda, de la moda, o de la opinión general, y así permanecerán el resto de
sus vidas.
Es
necesario enseñarles a decir que “no”, en medio de una bataola de “slogans” que
los arrastran a la despersonalización.
Otra
de las características es la rebelión.
Cuando
el joven comienza a ser consciente de sí mismo, experimenta la soledad.
Desgraciadamente los padres y en general los educadores no advierten la
necesidad de protección que ellos tienen en esta etapa de su vida emocional.
Por eso resulta tan difícil penetrar el duro cascarón donde viven encerrados. Como
Adán después de la caída, se esconden para no ser descubiertos.
Junto
a la soledad aparece el deseo de que se fijen en él, ya que la vanidad es un
vicio que hay que corregir desde la cuna.
Su
afán de notoriedad se explica perfectamente por las extravagancias y por la
manera bulliciosa con que pretenden expresar su naciente personalidad. Esto
atrae las miradas de los que les rodean y les hace experimentar un sentido de
latente rebelión y de descontento que tratan de poner de manifiesto en cuanta
oportunidad se les presenta.
Ellos
en realidad no saben por qué odian a sus padres, ni por qué se rebelan contra
la autoridad. Su protesta es inconsciente. Un resorte misterioso los empuja a
levantarse contra la sociedad que no ha sabido enseñarles el camino a seguir,
ni les ha fijado su objetivo final. Su actitud no es otra que un juicio contra
la corrupción de una civilización decadente.
La
familia, la escuela, en una palabra, los verdaderos responsables de su
educación, jamás les han impuesto la menor restricción ni la menor disciplina.
Entonces marchan a la deriva, viven solamente en función de sí mismos, a su
propio estilo, como les da la gana. Suelen imitar el proceder de sus falsos
ídolos, en todas y cada una de las manifestaciones del vivir. Un artículo que
hace poco leí, los clasificaba con mucho acierto en varios “tipos” igualmente
injustificables:
Los pseudo-intelectuales:
viven una vida falsa, carente por completo de autenticidad. Siempre están
imitando a alguien y tratan de sentirse protagonistas de la nouvelle-vague,
importada del extranjero. Visten como los jóvenes europeos y adoptan el mismo
aire de tristeza existencial que ellos.
Los jóvenes
usan tricotas de lana peinada hasta las rodillas; fuman en pipa; llevan gruesos
anteojos de carey y algún libro de Sartre bajo el brazo. Además usan barba
también al estilo europeo y jamás se lavan porque tienen miedo de que algo de
su personalidad se vaya con el jabón.
Las
jóvenes se peinan, o mejor se “despeinan” al estilo de las tribus salvajes de
Oceanía. Llevan una gruesa cadena al cuello de la cual pende su signo
zodiacal; fuman en largas boquillas y usan largas medias negras como “Lolita”
simplemente porque nadie las lleva. Unos y otros como si esto fuera poco,
suelen decir disparates.
En
algunos, hay que reconocerlo, la tendencia intelectual es real, pero
desgraciadamente se ahoga en el afán de querer demostrarla oportuna e
inoportunamente. Cambian de pensar según el último éxito de librería y no
conocen la verdadera alegría porque viven una vida totalmente ficticia. Estos
ejemplares abundan en el ambiente artístico, literario y filosófico.
Otros
se dedican a devorar revistas de fotonovelas o de aventuras, según se trate de
una chica o de un muchacho. Jamás se les ocurre algo serio. Leen y releen las
revistas con verdadera fascinación hasta el último renglón y se fastidian
cuando alguien los saca de su mundo de ficción.
Claro
está que la realidad cotidiana los desilusiona, porque no coincide con el
“mundo” que les presenta la imagen impresa. Además, carecen de preparación y de
capacidad de juicio para distinguir lo que está bien y lo que está mal. Sueñan
muy a menudo con ser protagonistas de alguna de las historias que leen y
piensan, hablan y obran como sus ídolos de papel.
Para
otros "su mundo” es la esquina del barrio donde viven, el bar, la mesa de
billar, o la barra de amigos. Llegan a quererlos más que a la propia familia,
muchas veces porque no encuentran en su seno un verdadero afecto.
El
Café es su punto de reunión obligado. Y aunque se aburren como ostras y no
hacen nada en concreto, son felices criticando a los que trabajan, tratando de
resolver problemas políticos, o discutiendo el último partido de fútbol.
Desgraciadamente,
cuando hay un cabecilla, es decir, un “capo”, su modalidad llega a imponerse a
los demás, y según sean sus inclinaciones, la barra puede llegar a convertirse
en una banda de esas que diariamente aparecen en nuestros periódicos
encabezando las noticias policiales.
Los cinemaníacos,
entran dentro de esta clase de personas “masificadas”. Para ellos la vida es
“cine”. Asisten dos o tres veces por semana y devoran con avidez y en actitud
pasiva, toda clase de películas, sin discutirlas ni analizarlas. El cine es dogma
en materia de costumbres y se refleja en todas sus actitudes cotidianas.
Además
se torna insustituible, porque en la semipenumbra de la sala, sienten como si
todos sus problemas hubieran desaparecido y viendo vivir a sus personajes, se
olvidan de vivir ellos mismos.
Las
revistas especializadas y los “chismes” relacionados con la vida privada (no
tan privada) de sus ídolos del celuloide les encantan, porque frente a los
“escándalos” se sienten más buenos que los demás.
Vuelven
a sus casas tristes cuando no irritados porque la vida no es cine.
Los farristas
abundan en todas partes. Son en realidad una de las especies más idiotizadas de
todas. Suelen concurrir a lugares caros, sin seleccionar el ambiente. Buscan el
bullicio y les gusta aturdirse con el jazz porque esto les impide oír la voz de
la conciencia que les habla a gritos. La oscuridad de la “boite” hace juego con
la oscuridad de su alma. El baile es su deporte favorito, sobre todo en estos
tiempos en que se necesita un gran entrenamiento muscular para no desfallecer
en medio de la pista.
Los
salvajes del Congo tendrían mucho que aprender de nuestros jóvenes. Por otra
parte, hay que reconocerlo, es una manera de liberar parte de las energías
encerradas en su naturaleza. Bailan y bailan hasta desfallecer, como si con
eso quisieran morir un poco, para huir de la responsabilidad de enfrentar la
vida con todos sus contratiempos. Su personalidad gira en torno al sexo.
Beben
con exceso y se jactan de haber “superado” prejuicios antiguos regresando a
casa a altas horas de la madrugada, con lo cual no sólo invierten el tiempo de
descanso, sino también el sentido de la vida.
Este
tipo de week-end, o sea el fin de semana, los deja postrados y les roba las
energías que debieran dedicar a cumplir sus obligaciones.
No
son ni más ni menos que los adictos a la “dolce vita” Felliniana, cuyas
“proezas” leemos todos los días en las crónicas policiales de nuestros
periódicos.
Los antisociales
en cambio huyen de todas estas cosas y se encierran dentro de sí mismos. Su
inadaptación se debe fundamentalmente a problemas personales, generalmente
afectivos. Suelen refugiarse en algún “hobby” o en los libros y dedican gran
parte de su tiempo a estas actividades de escape.
Sin
embargo su inadaptabilidad les preocupa y los hace sufrir. “Nadie me
comprende”, es la frase más corriente que sale de sus labios.
Claro
está, una vez solucionado su conflicto interno, se reintegran a la sociedad y
comienzan a vivir normalmente sin abandonar sus “hobbies” los cuales son sin
duda un recurso para las nuevas crisis.
Los superficiales,
son ese tipo de gente que emprende mil y una cosas sin llevar a término ninguna
de ellas. Leen poco y saben mucho. Son amigos de libros como: “cómo aprender el
inglés en diez días”; o bien “aprenda el piano sin estudiar música” o “cómo
ganar dinero sin necesidad de trabajar”. No les gusta gastar materia gris, ni
analizar las cosas. Lo importante para ellos es tener “una barra regia” para
divertirse “un kilo”. Su lugar habitual de reunión es el “club” o la
“confitería” y su “hobby” favorito consiste en comprar cosas importadas o intercambiar
discos de cantantes “iracundos y despeinados”.
Ahora
bien, uno se pregunta: ¿quién tiene la
culpa de que ellos sean así? Es muy fácil criticar a la juventud sentado cómodamente
en una butaca. A nosotros nos corresponde subir a escena y actuar juntamente
con ellos guiando sus pasos, ya que la adolescencia es la etapa más difícil de
la vida de los hombres.
Bien
decía Monseñor Fulton Sheen: “No hay
delincuencia juvenil. Sólo hay padres y madres delincuentes”. Valga lo
dicho para los educadores.
La rebelión de nuestros
jóvenes no es rebelión contra la ley o la autoridad; es más bien un acto de protesta contra la debilidad de los mayores
que diluyeron la verdad con el error y la virtud con el vicio, disolviendo el
drama de la vida que nace del antagonismo.
Su espíritu
revolucionario, aun en sus formas más perversas, es una protesta contra el
fracaso de sus mayores, por no haberle dejado una herencia de valores claros y
definidos por los cuales valga la pena luchar. Es el gesto de desprecio contra
la “barbarie pasiva” de la sociedad dentro de la cual han nacido.
El
joven es por naturaleza generoso. La mayoría de ellos están dispuestos al
ascenso. Aun en los peores casos hay una gran esperanza. Sólo falta una cosa:
ofrecerles un ideal.
Los
días que arrastraban a los hombres con promesas han acabado y ha comenzado la
hora de atraerlos por medio de llamados al heroísmo y al sacrificio.
El
calvario que parecía haber perdido actualidad a medida que el mundo se
vanagloriaba de su progreso, prometiendo extirpar el dolor, ha comenzado a
adquirir su verdadera dimensión precisamente en esta época de adversidad y de
confusión.
Cuando surjan hombres
que sean capaces de inmolarse al pie de los grandes ideales, vendrán tiempos
mejores para todos.