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viernes, 22 de abril de 2016

¿QUIÉN TIENE LA CULPA?




Padre Héctor O. Oglietti, “El Evangelio sobre los tejados”, Edición Proartel, Buenos Aires, 1966.

NOTA DEL BLOG: Han transcurrido 50 años desde que se dijeran estas cosas. La degradación producida en ese lapso es a todas luces evidente, bastaría pensar solamente que entonces se decían estas verdades en la televisión, y hoy ese mismo canal de TV tiene como estrella a un degenerado promotor de la contracultura como Marcelo Tinelli; entonces las barras de jóvenes no llegaban a drogarse en la forma en que hoy lo hacen, muriendo como moscas en los recitales; el satanismo era incipiente, y hoy ha invadido todos los medios de comunicación. Pero las indicaciones dadas hacia una solución de este problema siguen siendo las mismas, al igual que sus responsables.



Una de las características más notorias de la adolescencia, es la tendencia a la imitación.
Los jóvenes en vez de crear, imitan, porque carecen de ori­ginalidad y porque temen el fracaso. La imitación no es otra cosa que un sustituto de la originalidad. Y es que crear implica esfuer­zo, trabajo, dolor, perseverancia y muchas veces acarrea el des­precio de los demás.
Llega un cierto momento en la juventud en el que el YO siente la imperiosa necesidad de manifestarse de alguna manera. Ya no le basta ser amado, quiere comenzar a amar él mismo, ser él mismo. Y en realidad esta es una de las tareas más difíciles. Ser uno mismo, significa ser auténtico3 es decir, no dejarse arras­trar por la corriente de mediocridad que abunda en este mundo.
Entonces el joven se torna un mero adorador de héroes; necesita un ideal y muchas veces carece de algo mejor que un actor o actriz cinematográficos, o un director de orquesta de moda o el cantante o la cantante melódicos hacia los cuales proyecta su vida emocional.
Su personalidad es como el camaleón; adopta el color del lugar o de las circunstancias que lo rodean. Gomo el agua, toma la forma del recipiente que la contiene.


A menos que la educación dé a nuestros jóvenes un entrena­miento de la voluntad, éstos entrarán en la edad adulta converti­dos en verdaderos esclavos de la propaganda, de la moda, o de la opinión general, y así permanecerán el resto de sus vidas.
Es necesario enseñarles a decir que “no”, en medio de una bataola de “slogans” que los arrastran a la despersonalización.
Otra de las características es la rebelión.
Cuando el joven comienza a ser consciente de sí mismo, ex­perimenta la soledad. Desgraciadamente los padres y en general los educadores no advierten la necesidad de protección que ellos tienen en esta etapa de su vida emocional. Por eso resulta tan difícil penetrar el duro cascarón donde viven encerrados. Como Adán después de la caída, se esconden para no ser descubiertos.
Junto a la soledad aparece el deseo de que se fijen en él, ya que la vanidad es un vicio que hay que corregir desde la cuna.
Su afán de notoriedad se explica perfectamente por las ex­travagancias y por la manera bulliciosa con que pretenden ex­presar su naciente personalidad. Esto atrae las miradas de los que les rodean y les hace experimentar un sentido de latente rebelión y de descontento que tratan de poner de manifiesto en cuanta oportunidad se les presenta.
Ellos en realidad no saben por qué odian a sus padres, ni por qué se rebelan contra la autoridad. Su protesta es inconsciente. Un resorte misterioso los empuja a levantarse contra la sociedad que no ha sabido enseñarles el camino a seguir, ni les ha fijado su objetivo final. Su actitud no es otra que un juicio contra la co­rrupción de una civilización decadente.
La familia, la escuela, en una palabra, los verdaderos respon­sables de su educación, jamás les han impuesto la menor restric­ción ni la menor disciplina. Entonces marchan a la deriva, viven solamente en función de sí mismos, a su propio estilo, como les da la gana. Suelen imitar el proceder de sus falsos ídolos, en todas y cada una de las manifestaciones del vivir. Un artículo que hace poco leí, los clasificaba con mucho acierto en varios “tipos” igualmente injustificables:
Los pseudo-intelectuales: viven una vida falsa, carente por completo de autenticidad. Siempre están imitando a alguien y tratan de sentirse protagonistas de la nouvelle-vague, importada del extranjero. Visten como los jóvenes europeos y adoptan el mismo aire de tristeza existencial que ellos.
Los jóvenes usan tricotas de lana peinada hasta las rodillas; fuman en pipa; llevan gruesos anteojos de carey y algún libro de Sartre bajo el brazo. Además usan barba también al estilo euro­peo y jamás se lavan porque tienen miedo de que algo de su personalidad se vaya con el jabón.
Las jóvenes se peinan, o mejor se “despeinan” al estilo de las tribus salvajes de Oceanía. Llevan una gruesa cadena al cue­llo de la cual pende su signo zodiacal; fuman en largas boquillas y usan largas medias negras como “Lolita” simplemente porque nadie las lleva. Unos y otros como si esto fuera poco, suelen de­cir disparates.


En algunos, hay que reconocerlo, la tendencia intelectual es real, pero desgraciadamente se ahoga en el afán de querer de­mostrarla oportuna e inoportunamente. Cambian de pensar según el último éxito de librería y no conocen la verdadera alegría por­que viven una vida totalmente ficticia. Estos ejemplares abundan en el ambiente artístico, literario y filosófico.
Otros se dedican a devorar revistas de fotonovelas o de aven­turas, según se trate de una chica o de un muchacho. Jamás se les ocurre algo serio. Leen y releen las revistas con verdadera fas­cinación hasta el último renglón y se fastidian cuando alguien los saca de su mundo de ficción.
Claro está que la realidad cotidiana los desilusiona, porque no coincide con el “mundo” que les presenta la imagen impresa. Además, carecen de preparación y de capacidad de juicio para distinguir lo que está bien y lo que está mal. Sueñan muy a me­nudo con ser protagonistas de alguna de las historias que leen y piensan, hablan y obran como sus ídolos de papel.
Para otros "su mundo” es la esquina del barrio donde viven, el bar, la mesa de billar, o la barra de amigos. Llegan a que­rerlos más que a la propia familia, muchas veces porque no en­cuentran en su seno un verdadero afecto.
El Café es su punto de reunión obligado. Y aunque se aburren como ostras y no hacen nada en concreto, son felices criticando a los que trabajan, tratando de resolver problemas po­líticos, o discutiendo el último partido de fútbol.
Desgraciadamente, cuando hay un cabecilla, es decir, un “capo”, su modalidad llega a imponerse a los demás, y según sean sus inclinaciones, la barra puede llegar a convertirse en una banda de esas que diariamente aparecen en nuestros pe­riódicos encabezando las noticias policiales.
Los cinemaníacos, entran dentro de esta clase de personas “masificadas”. Para ellos la vida es “cine”. Asisten dos o tres veces por semana y devoran con avidez y en actitud pasiva, toda clase de películas, sin discutirlas ni analizarlas. El cine es dog­ma en materia de costumbres y se refleja en todas sus actitudes cotidianas.
Además se torna insustituible, porque en la semipenumbra de la sala, sienten como si todos sus problemas hubieran desapareci­do y viendo vivir a sus personajes, se olvidan de vivir ellos mismos.
Las revistas especializadas y los “chismes” relacionados con la vida privada (no tan privada) de sus ídolos del celuloide les encantan, porque frente a los “escándalos” se sienten más buenos que los demás.
Vuelven a sus casas tristes cuando no irritados porque la vida no es cine.
Los farristas abundan en todas partes. Son en realidad una de las especies más idiotizadas de todas. Suelen concurrir a lugares caros, sin seleccionar el ambiente. Buscan el bullicio y les gusta aturdirse con el jazz porque esto les impide oír la voz de la conciencia que les habla a gritos. La oscuridad de la “boite” hace juego con la oscuridad de su alma. El baile es su deporte favorito, sobre todo en estos tiempos en que se necesita un gran entrena­miento muscular para no desfallecer en medio de la pista.
Los salvajes del Congo tendrían mucho que aprender de nuestros jóvenes. Por otra parte, hay que reconocerlo, es una manera de liberar parte de las energías encerradas en su natu­raleza. Bailan y bailan hasta desfallecer, como si con eso quisie­ran morir un poco, para huir de la responsabilidad de enfrentar la vida con todos sus contratiempos. Su personalidad gira en torno al sexo.
Beben con exceso y se jactan de haber “superado” prejuicios antiguos regresando a casa a altas horas de la madrugada, con lo cual no sólo invierten el tiempo de descanso, sino también el sentido de la vida.
Este tipo de week-end, o sea el fin de semana, los deja postrados y les roba las energías que debieran dedicar a cumplir sus obligaciones.
No son ni más ni menos que los adictos a la “dolce vita” Felliniana, cuyas “proezas” leemos todos los días en las crónicas policiales de nuestros periódicos.
Los antisociales en cambio huyen de todas estas cosas y se encierran dentro de sí mismos. Su inadaptación se debe funda­mentalmente a problemas personales, generalmente afectivos. Suelen refugiarse en algún “hobby” o en los libros y dedican gran parte de su tiempo a estas actividades de escape.
Sin embargo su inadaptabilidad les preocupa y los hace sufrir. “Nadie me comprende”, es la frase más corriente que sale de sus labios.
Claro está, una vez solucionado su conflicto interno, se re­integran a la sociedad y comienzan a vivir normalmente sin aban­donar sus “hobbies” los cuales son sin duda un recurso para las nuevas crisis.
Los superficiales, son ese tipo de gente que emprende mil y una cosas sin llevar a término ninguna de ellas. Leen poco y saben mucho. Son amigos de libros como: “cómo aprender el inglés en diez días”; o bien “aprenda el piano sin estudiar mú­sica” o “cómo ganar dinero sin necesidad de trabajar”. No les gusta gastar materia gris, ni analizar las cosas. Lo importante para ellos es tener “una barra regia” para divertirse “un kilo”. Su lugar habitual de reunión es el “club” o la “confitería” y su “hobby” favorito consiste en comprar cosas importadas o in­tercambiar discos de    cantantes “iracundos    y despeinados”.
Ahora bien, uno se pregunta: ¿quién  tiene la culpa de que ellos sean así? Es muy fácil criticar a la juventud sentado cómo­damente en una butaca. A nosotros nos corresponde subir a escena y actuar juntamente con ellos guiando sus pasos, ya que la adolescencia es la etapa más difícil de la vida de los hombres.
Bien decía Monseñor Fulton Sheen: “No hay delincuen­cia juvenil. Sólo hay padres y madres delincuentes”. Valga lo dicho para los educadores.
La rebelión de nuestros jóvenes no es rebelión contra la ley o la autoridad; es más bien un acto de protesta contra la debilidad de los mayores que diluyeron la verdad con el error y la virtud con el vicio, disolviendo el drama de la vida que nace del antagonismo.
Su espíritu revolucionario, aun en sus formas más perversas, es una protesta contra el fracaso de sus mayores, por no haberle dejado una herencia de valores claros y definidos por los cuales valga la pena luchar. Es el gesto de desprecio contra la “barbarie pasiva” de la sociedad dentro de la cual han nacido.
El joven es por naturaleza generoso. La mayoría de ellos están dispuestos al ascenso. Aun en los peores casos hay una gran esperanza. Sólo falta una cosa: ofrecerles un ideal.
Los días que arrastraban a los hombres con promesas han acabado y ha comenzado la hora de atraerlos por medio de lla­mados al heroísmo y al sacrificio.
El calvario que parecía haber perdido actualidad a medida que el mundo se vanagloriaba de su progreso, prometiendo ex­tirpar el dolor, ha comenzado a adquirir su verdadera dimensión precisamente en esta época de adversidad y de confusión.
Cuando surjan hombres que sean capaces de inmolarse al pie de los grandes ideales, vendrán tiempos mejores para todos.