Por Agustín Laje
Alexis de Tocqueville fue, probablemente, el primer sociólogo de la
historia. Sus análisis sobre la sociedad democrática moderna, focalizados en
Estados Unidos y en Francia, derivaron en predicciones políticas que siguen
llamando la atención por su exactitud.
En su célebre La democracia en América de 1840, anotaba: “Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos
podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de
hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para
procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma […]. Por
encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo
de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular,
previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese por
objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no
intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos
gocen con tal de que solo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su
felicidad, pero quiere ser su único agente y solo árbitro; se ocupa de su
seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus
principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus
herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de
vivir?”.
El universo cultural que Tocqueville estaba vaticinando aquí era,
principalmente, la sociedad capitalista bajo la tutela del Estado de bienestar
que aparecería recién un siglo más tarde. El ciudadano, bajo este poder
paternal que sobre él se erige, queda caracterizado como infante, aunque hoy
sería más exacto llamarlo “adolescente”, etapa de la vida inexistente en el momento
en que el pensador francés escribía.
En efecto, nuestra sociedad parece estar tocando el fin de la infancia y de
la adultez, al mismo tiempo. Y es que el fin de la una redunda en el fin de la
otra, porque entre ellas existe un lazo que fatalmente las anuda: un adulto es
adulto en la medida en que protege y tutela al niño, y un niño continúa siendo
niño en la medida en que no ingresa en las etapas preparativas para la adultez.
La adolescencia, precisamente como interludio preparativo, aparece en este
nuevo contexto como síntesis dialéctica donde se desvanece el proceso de
crecimiento, transfigurando lo que era transición crítica en condición
permanente: adulto en su independencia e infantil en su responsabilidad.
En la sociedad adolescente los niños se apresuran en ser adolescentes y los
adultos se esfuerzan por no dejar de serlo. Alain Finkielkraut ha aseverado
en La derrota del pensamiento que esta inversión es “la
revolución cultural de la época posmoderna”. El adolescente no es un infante en
la medida en que se adjudica derechos (con notable prepotencia), pero tampoco
es un adulto toda vez que descarta responsabilidades y obligaciones (con una no
menos notable desaprensión). La sociedad adolescente es, pues, tan demandante
como manipulable: sus ciudadanos maquillan con caprichos, llantos y pataleos la
debilidad de la que verdaderamente están constituidos.
Y es que si algo caracteriza al adolescente, eso es, desde luego, lo
precario de su identidad. En la adolescencia no hay nada fijo: quien se piensa
que se es en un momento determinado puede bruscamente cambiar al minuto
siguiente; las opiniones varían, como las modas en indumentaria, ya no
anualmente sino semanalmente, corriendo su propia cola en cada “trending
topic”, y las redes sociales se han vuelto agencias unipersonales de modelaje;
la música permuta caras bonitas que cantan siempre e inadvertidamente las
mismas tres notas (el llamado “millennial whoop”); el desplazamiento deviene en
actividad constante para aquellos que no tienen dónde ir porque no se
encuentran en ningún lado; los vínculos afectivos se desgarran con facilidad;
las creencias van y vienen, y los valores suponen una palabra de infrecuente
utilización y menos utilidad. ¿Existe sujeto más manipulable que el que vive
bajo el dictado de dichas condiciones?
Lo que llamamos hoy “corrección política” no es otra cosa que el catecismo
político vigente instalado a presión en el desértico espacio de la conciencia
adolescente. El nihilismo ha sido entronizado, paradójicamente, como el nuevo
moralismo: es actualmente de buen tono negar que exista el bien y el mal, lo
bello y lo feo, la verdad y la mentira. Y dado que una escala de valores vacía
hace de los hechos fines en sí mismos naturalizando automáticamente cualquier
acontecimiento, ¿qué más disciplinable que un adolescente al que se le ha
vendido compulsivamente relativismo, con la consiguiente ilusión de rebeldía
que implica un autointerés que funciona como una tabula rasa?
Para los antiguos, la libertad residía en la posibilidad de participar en
los asuntos políticos. Para los modernos, como bien lo destacó Constant, la
libertad existía en virtud de la protección de una esfera de autonomía privada
donde la política no pudiera invadir. Para los posmodernos, al contrario, la
libertad se presenta como la liberación de todo lazo social (la causa por el
derecho a matar al propio hijo en gestación cuando este se transforma en estorbo
es ilustrativa de esta curiosa concepción). Libertad, en palabras más a
tono con la moda filosófica en boga, es “deconstrucción”, lo cual significa
barrer con todos los pilares que sostienen la identidad individual y colectiva.
Leo Strauss decía que los modernos “construyen en terrenos bajos pero
sólidos”. En la posmodernidad, parafraseando a Zygmunt Bauman, no hay terreno
sólido sino líquido y, como sabemos, sobre el líquido nada estable puede
construirse. Allan Bloom en los 80 ya decía con pesar, en El cierre de
la mente moderna: “Patria, religión, familia, ideas de civilización, todas
las fuerzas sentimentales e históricas que se alzaban entre la infinitud
cósmica y el individuo proporcionando una cierta noción dentro del todo, han
sido racionalizadas y han perdido fuerza completamente”.
La sociedad adolescente es una sociedad atomizada. En ella ni siquiera ha
quedado lugar para la mancillada institución familiar, pues sin adultos y sin
niños no puede existir la relación de jerarquía y autoridad que toda familia
supone. Pero la jerarquía pedagógica no desaparece, sino que ahora se concentra
y se plantea, de manera inmediata, entre el Estado y el habitante-átomo,
devenido de ciudadano en militante y de propietario en consumidor. Michel
Houellebecq, en una reciente conferencia brindada en Buenos Aires, subrayó,
sorprendido, que el individuo aislado descrito por Tocqueville, a diferencia
del que él mismo describe en sus libros, al menos conservaba un vínculo real,
con sus amigos y su familia, relaciones que le son crecientemente extrañas en
el mundo actual.
No es, en este sentido, una casualidad que el feminismo tenga tanto arraigo
en una sociedad adolescente. En efecto, el feminismo en su segunda y tercera ola ha declarado de
manera explícita su guerra a la familia y, en esta última versión, a la
identidad personal. Recordemos, por ejemplo, que Shulamith Firestone, en
su Dialéctica del sexo, establecía como objetivo feminista de
largo plazo reemplazar a la familia por el “household”, una especie de hogar
donde vivirían niños y adultos que no guardasen vínculos sanguíneos y donde
“las relaciones (incluso sexuales) entre personas de edades muy dispares se
convierten en algo común”, puesto que “el concepto de infancia ha sido
abolido”. Lo mismo decía Kate Millett en Política Sexual cuando
afirmaba: “La institución principal del patriarcado es la familia” y clamaba
por su abolición.
Una sociedad adolescente es una sociedad sin raíces, sin identidad y sin
relaciones significativas. En una palabra, una sociedad abierta de par en par a
esa extraña combinación entre despotismo cultural y liberación dirigida que intentó imaginar
Tocqueville hace casi dos siglos y que parece realmente haberse concretado en
el actual.
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