De Mattei habla a los jóvenes:
sólo hay una forma de ser feliz
05/11/18 10:31
Por Roberto de Mattei
ADELANTE LA FE
El pasado 20 de octubre Voice of the Family
celebró en Roma el encuentro Creados para el Cielo: misión de la
juventud católica en el mundo de hoy. Publicamos a continuación esta
motivadora charla que pronunció en dicho encuentro el profesor Roberto de
Mattei.
***
¿Qué se le podría decir a un joven de hoy? No
podría decirle otra cosa que lo que me digo a mí mismo: sé santo. No es una
cuestión abstracta; es una cuestión concreta que afecta a cada uno, sea hombre
o mujer, joven o viejo, nadie se libra. Tengo que estar convencido de una cosa:
aunque la vida me depare toda clase de fortuna (salud, placeres, riquezas,
honores), si no soy santo mi vida será un fracaso.
Y al contrario. Aunque conozca toda suerte de
contrariedades y adversidades, y a los ojos del mundo sea un fracasado, si soy
santo habré cumplido el único y verdadero fin de mi vida. El hombre ha sido
creado para ser feliz, y no hay sino una forma de alcanzar la felicidad: ser
santo. La santidad hace feliz al hombre y glorifica a Dios.
¿Y cómo se puede ser santo? Cumpliendo la propia
vocación. La vocación es aquello a lo que Dios me llama. Seguir la propia
vocación significa hacer la voluntad de Dios. Sea la que sea, la vocación es la
voluntad de Dios para nosotros.
Todo hombre tiene una vocación concreta. Lo que
Dios pide a toda alma, eso es su vocación y la manera específica en que la
Providencia quiere que cada persona obre y se desarrolle. Todo hombre tiene una
vocación especial porque Dios lo quiere y lo ama de un modo particular. No hay
dos criaturas totalmente idénticas, porque la voluntad de Dios es distinta para
cada criatura, y toda criatura que ha salido desde la nada se ha asomado al
tiempo es irrepetible. El padre Faber dedica una de sus conferencias
espirituales a este tema: Todos los hombres tienen una vocación
particular concreta especial (Spiritual
Conferences, Burn & Oates, Londres 1906, pp. 375-396).
Toda persona tiene una vocación concreta, distinta a la de cualquier
otra, porque Dios ama a cada uno con un amor personalizado.
¿En qué consiste ese amor especial de Dios para
mí? Ante todo, Dios me ha creado infundiendo a mi cuerpo y mi alma las
características y las cualidades que han sido de su agrado. Y no sólo me ha
creado, sino que me mantiene vivo, me suministra el ser por el que existo. Si
por un solo instante Dios dejase de infundirme el ser, me diluiría en la nada
de la que me sacó. Y una vez que nos ha creado, Dios no nos deja a la merced
del azar. Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mt. 10, 30), y
ni uno solo cae sin que lo permita el Señor (Lc. 21, 18). Si hasta el número y
la caída de mis cabellos está calculado, ¿qué no estará también calculado en
nuestra vida?
Dice el padre Faber: «Dios no nos ve como un
mero amasijo o una multitud. No determinó desde la eternidad crearme como un
simple ser humano, como hijo de mis padres o un nuevo habitante de mi tierra
natal; resolvió crearme tal como soy, ese ser que soy yo mismo y que es
conocido por otros, un ser diferente de todos los creados hasta ahora y de
cuantos serán creados después. Fui yo, con mis peculiaridades
particulares, mi estatura, mi figura, mi forma peculiar de ser, el alma
individual que en la serenidad de su predilección eterna lo motivó a crearme»
(p.375).
En una palabra: Dios formuló las leyes de mi
desarrollo físico, moral e intelectual y las de mi desarrollo sobrenatural.
¿Cómo lo hizo? Por medio de unos instrumentos.
¿Qué instrumentos? Las criaturas con las que me encuentro en mi vida. El
cartujo Pollien nos invita a calcular el número de las criaturas que han
contribuido a nuestra existencia (Cristianesimo vissuto, Edizioni
Fiducia, Roma 2017). Influencias físicas como el tiempo, las estaciones del
año, el clima, el influjo moral de nuestros padres y maestros, de los
amigos y enemigos que hayamos tenido, cada libro que hayamos leído, las
palabras que hayamos oído, lo que hayamos visto, las situaciones en que nos
hayamos encontrado… nada de ello es fruto de la casualidad, porque la
casualidad no existe; todo tiene una razón de ser.
Esas influencias y acciones son obra de
Dios que actúa en nosotros. Todas esas criaturas, explica el P. Pollien, las
pone Él en movimiento en acción y no tienen otro efecto en nosotros
sino el que Dios quiere que tengan. Todo sucede en el momento determinado,
actúa en el punto exacto, produce el movimiento necesario para ejercer una
influencia física, moral e intelectual en nosotros. Esa influencia es la gracia
actual. La gracia actual es la acción sobrenatural que ejerce Dios sobre
nosotros en todo momento a través de las criaturas. Las criaturas son
instrumentos que transmiten la gracia. Son los medios de que se vale Dios para
un único fin: formar santos. Todo cuanto sucede, cuanto se hace, dice San
Pablo, contribuye sin excepción a una misma obra, y esa obra es el bien de
aquellos a los que la voluntad de Dios llama a la santidad (Rom. 8, 28). Nada
escapa al cumplimiento de dicho fin. Todo converge con miras a ese resultado. Por
todas partes se encuentra la gracia actual ligando estrechamente lo natural con
lo sobrenatural. Y Dios reparte proporcionalmente sus gracias a las necesidades
de nuestra vida según los designios de su misericordia y la medida en que correspondamos
a su accionar.
¿Cómo debemos corresponder a ese obrar
ininterrumpido de la gracia en nuestra alma? Dejemos que Dios actúe en nuestra
alma sin preocuparnos jamás por el día de mañana, porque, como dice el
Evangelio, basta a cada día su afán (Mt.6, 34). «Dejemos actuar a Dios –decía
el cardenal Merry del Val–; recordemos que las circunstancias que nosotros no
hemos ocasionado son heraldos de Dios. Se presentan miles de veces al día para
decirnos las diversas maneras en que Él quiere manifestarnos su amor» (Let
God Act, Talacre Abbey, 1974, p. 2).
A un religioso muy allegado a San Juan Bosco le
preguntaron si en medio de sus innumerables obras, de su a veces agitada vida,
Don Bosco estaba alguna vez preocupado. El religioso repuso: «Don
Bosco nunca ha pensado en lo que estaba a punto de hacer un minuto después».
San Juan Bosco, que comprendía la acción de la gracia, siempre trató de hacer
la voluntad de Dios en el momento presente. Y por ese camino realizó su
vocación.
Junto a la estación central de Roma se alza la
basílica del Sagrado Corazón, levantada por Don Bosco a costa de enormes
sacrificios poco antes de morir. La basílica fue solemnemente consagrada por el
cardenal vicario el 14 de mayo de 1887 con la presencia de numerosas
autoridades civiles y religiosas. El 16 de mayo siguiente, el propio Don Bosco
celebró la Misa en el altar de María Auxiliadora; fue su única celebración en
la iglesia del Sagrado Corazón y, como recuerda una lápida que se descubrió con
motivo del centenario de la consagración, la Misa fue interrumpida en
quince ocasiones por los sollozos del anciano sacerdote, que entendió el
significado de su célebre sueño de los nueve años. En aquel momento Dios le
reveló que, desde la infancia, toda su larga vida terrenal había sido preparada
y dirigida por Dios para cumplir su misión en este mundo.
Cada alma tiene su vocación, porque tiene una
función particular que cumplir en el Cuerpo de la Iglesia. Quien tiene vocación
religiosa no la tiene para sí, sino para la Iglesia.
Esa vocación, según el P. Faber, procede
directamente de nuestra predestinación eterna, pero se pone en manos de nuestra
libertad y depende de ella: «Es indudable que formo parte de un plan, que tengo
un puesto que ocupar y una misión que desempeñar, y las tres cosas son muy
concretas; únicamente mi carácter especial, mi personalidad particular, puede
ocupar ese lugar o realizar esa labor. Eso quiere decir que tengo una
responsabilidad tremenda. “La vida se define como responsabilidad.” Es una
característica indisociable del lugar que ocupo como criatura. Desde esta
perspectiva, la vida cobra un aspecto muy serio» (p.377).
No hay otra vía que conduzca al hombre a la
santidad a la que cada uno ha sido llamado para ser feliz. Recorramos ese
camino con la asistencia de la Virgen y de los ángeles. Dios ha puesto a
nuestro lado a un ángel para que proteja nuestra vocación. Nuestro ángel
custodio es nuestra vocación cumplida, nuestra vocación realizada. Es el modelo
de nuestra vocación. Por eso, debemos rezarle y estar atentos a las palabras
que nos susurra.
Hay vocaciones de solteros; hay vocaciones de
familia, y no sólo las naturales, sino también familias sobrenaturales, con sus
diversos carismas; y hay también vocaciones para pueblos, de las que tanto
habló Plinio Correa de Oliveira. Toda nación tiene una vocación específica, que
es la misión que le asigna la Providencia en la historia. Pero no solamente
nacemos en una familia y un pueblo; vivimos también en una época histórica
determinada. Y dado que la historia es también criatura de Dios, Dios pide algo
diferente a cada época de la historia. Cada época histórica tiene su vocación.
La vocación predominante en los primeros siglos de la Iglesia fue la
disponibilidad para el martirio. ¿Tiene también el siglo XXI su vocación particular,
dentro de la cual podemos descubrir nuestra vocación personal?
El triunfo del Corazón Inmaculado de María será
también el triunfo de la Iglesia, porque el Corazón Inmaculado de María es el
corazón mismo de la Iglesia. El triunfo presupone una batalla que lo precede. Y
como será un triunfo social, público y solemne, la batalla también será social,
pública y solemne. Ser santos hoy significa librar esa batalla, la cual se
combate ante todo empuñando la espada de la verdad. Únicamente sobre la verdad se
puede construir la vida del hombre y de los pueblos, y sin la verdad, una
sociedad se descompone y muere. Hoy en día es preciso reconstruir la sociedad
cristiana. Y para reconstruirla, la primera necesidad que se impone es el
combate cristiano.
Cuando, con la ayuda de la gracia, el cristiano
conforma su vida a los principios del Evangelio y combate en defensa de la
verdad, no hay obstáculo que lo detenga.
En su discurso del 21 de enero de 1945 ante las
congregaciones marianas de Roma, Pío XII afirmó: «El tiempo presente exige
católicos sin miedo para quienes sea perfectamente natural confesar su fe sin
reparos, de palabra y de obra, cada vez que lo requieran la ley de Dios y el
sentimiento del honor cristiano. ¡Hombres de verdad, hombres íntegros, firmes e
intrépidos! A quienes no lo son sino a medias, el mundo los desecha, rechaza y
pisotea.»
«Dios y la Iglesia –escribió el P. Pollien—piden
defensores, pero verdaderos defensores., de los que nunca dan un paso atrás. De
los que saben ser fieles hasta la muerte a las órdenes recibidas. De los que se
habitúan a las disciplinas más severas a fin de estar dispuestos a realizar
todos los actos heroicos que les exija el combate.»
El escritor francés Paul Claudel enunció esta
gran verdad: «La juventud no se hizo para el placer, sino para el heroísmo».
Los jóvenes del siglo XXI no pueden hacer caso
de las seducciones para transigir con el mundo, sino que piden a la Iglesia que
los exhorte al heroísmo. Vivir el cristianismo significa practicar un
cristianismo combativo. En la construcción de las catedrales medievales
participaban arquitectos, albañiles, herreros, carpinteros, obispos, príncipes,
personajes ilustres y desconocidos, aunados en un mismo deseo de glorificar a
Dios con las piedras que se elevaban al Cielo. Nosotros también participamos en
una gran obra. A cada uno se nos ha llamado a construir sobre las ruinas del
mundo moderno una inmensa catedral dedicada al Corazón Inmaculado de María, que
no es otra cosa que su reinado en las almas y en nuestra sociedad. Nuestros
corazones son las piedras y nuestra voz anuncia al mundo un sueño que se ha de
cumplir.