El año pasado (2015) publicábamos aquí algunos párrafos del hermoso libro de John
Senior titulado “La restauración de la cultura cristiana” que gentilmente nos
había enviado su traductor, Rubén Peretó Rivas.
Hace pocos días nos ha llegado la hermosa noticia de
que el libro ya se encuentra a disposición aquí.
Con presentación de Natalia Sanmartin
Fenollera, autora de “El despertar de la srta. Prim”, ofrecemos el índice y
algunas líneas inspiradas en su prólogo.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
- Índice
- LA RESTAURACIÓN DE
LA CULTURA CRISTIANA
- 1. La restauración
de la cultura cristiana
- 2. El holocausto
climatizado
- 3. La agenda
católica
- 4. Teología y
superstición
- 5. El
espíritu de la regla
- 6. La solución
final para la educación liberal
- 7. Las tinieblas de
Egipto
Leer La restauración de la cultura cristiana equivale
a asomarse a lo que fue una de las experiencias más extraordinarias, y
silenciadas, del ámbito educativo y religioso de las últimas décadas.
En el mismo momento en que en París, durante 1968, los
estudiantes armaban barricadas en las calles y arrojaban bombas incendiarias y
que, pocos años después, sus colegas americanos incendiaban edificios
universitarios y asesinaban policías, tres profesores comenzaban con un
experimento insólito: enseñar en la universidad que la verdad existe y
que puede ser conocida. Ellos eran católicos, pero su programa de estudios
no lo era. Su tarea consistía en enseñar los clásicos e inculcar en sus
estudiantes el amor por el conocimiento y por el legado de la civilización
occidental y lo que parecía una iniciativa disparatada y condenada al fracaso,
consiguió una gran aceptación.
“No era solamente que habían perdido su fe -comenta
Senior- sino que habían perdido la razón. La fe
necesita tener algo en la naturaleza del hombre sobre la cual trabajar. Y
nuestra tarea fue restaurar esa naturaleza”. Y eso implicaba enfrentarse a un
número grupo estudiantil que no creía en nada y afirmaba la no existencia de la
realidad. Y ante este panorama, en vez de ceder a las pretensiones
estudiantiles como aconsejaban los sapientes conocedores de las ciencias de la
educación, eligieron ser genuinamente extremistas: desafiaron a sus estudiantes
a que creyeran en la realidad, a que buscaran la sabiduría más bien que al
conocimiento; a que buscaran la Verdad, la Belleza y el Bien.
“No tenían los conocimientos y las habilidades básicas
necesarias para siquiera considerar las realidades más altas”. Y entonces él, junto a sus colegas, diseñaron este
programa de estudios de dos años de duración, no para transformar a sus
anémicos alumnos en intelectuales sino para cimentarlos en los principios
básicos de la civilización. Y así fue. Los jóvenes recibieron una sólida dieta
de clásicos, poesía, música y mitos y, lentamente, su vigor educativo comenzó a
revivir. Pronto, eran ellos mismos quienes hablaban en la “Gran conversación”,
o coloquio, que fue la modalidad de clases adoptada, y que tenía lugar
dos veces por semana, durante una hora y media de duración.
Uno de los alumnos del programa recuerda:
“Éramos la generación de la televisión. Nuestras vidas
estaba fragmentadas, nuestros pensamientos interrumpidos cada diez minutos por
las propagandas comerciales. Lo que hicieron nuestros profesores, fue juntar
los fragmentos y formar la pintura completa”.
Y otro agrega:
“Para nosotros no había verdad, nada importaba, había
que hacer solamente lo que nos hacía sentir bien y tratar de aprovecharnos de
lo que estuviera a mano. Era una cultura descabellada, pero no conocíamos otra
mejor. Nuestros profesores comenzaban preguntándonos las cuestiones básicas
sobre el mundo, y haciéndonos reír acerca de los ridículos supuestos sobre la
sociedad moderna, sobre la superioridad del siglo XX y sobre las ventajas del
humanismo ateo. Pero al poco tiempo, dejábamos de reír y, cuando quise darme
cuenta, me encontré que era católico tradicionalista, que tenía siete hijos y
una visión del mundo completamente diversa a la de nuestros tiempos”.
Parecería extraño que la poesía de un escritor
romántico del siglo XIX fuera la materia que terminó conduciendo a los
estudiantes a la tradición y, finalmente, a la iglesia católica, pero
exactamente eso fue lo que sucedió. Es que, como pronto caían en la
cuenta, Wordsworth remitía a Milton, que a su vez remitía a Chaucer, que a su
vez remitía a Boecio y a San Agustín y, finalmente, se llegaba a los Padres de
la Iglesia. La línea apostólica podía verse incluso en la literatura. Todo
había sido fundado por la gracia y la verdad que trajo Nuestro Señor. Se
trataba, de alguna manera, de formar primero buenos paganos para formar luego
buenos cristianos.
En este sentido, Senior relata que,
“los estudiantes se convertían tanto por leer a San
Agustín como por leer a Platón, porque Platón no es solamente un dispositivo
para provocar a la mente en el descubrimiento de la verdad, sino que Platón
tiene realmente una parte de la verdad”.
Y continuaba:
“En clase, enseñábamos la tradición, es decir, lo
real. Creíamos realmente que lo real era real. Cuando enseñábamos la belleza a
través de la Odisea de Homero, no la falseábamos ni tratábamos de imbuirla de
elementos católicos. La verdad es siempre verdad, y nos conduce a la verdad
trascendente”.
Y Quinn asegur: “Éramos Quijotes, y
como Don Quijote, veíamos el Bien, la Verdad y la Belleza cuando nuestros
colegas no los veían. Peleábamos contra los molinos de viento de la universidad
y del mundo moderno”.
Se trataba de una iniciativa que iba contracorriente
en todos los sentidos. El resto de los
profesores de la universidad estaban furiosos. No podían entender que los
estudiantes se sintieran atraídos por lo tradicional, que les gustara la
caligrafía, que memorizaran poesías y aprendieran a bailar el vals. Era
revolucionario tener jóvenes que eligieran tener un romance en vez de
participar en las fiestas desenfrenadas que diariamente tenían lugar en las
residencias estudiantiles. Es que, en realidad, los jóvenes clamaban por algún
tipo de orden en el cual pudieran seguir y alcanzar lo real y las cosas
perennes. Y esto molestaba al resto de los académicos.
El programa de estudios de humanidades diseñado por
estos tres profesores y el aprendizaje a amar la verdad, la belleza y el bien
por parte de los estudiantes condujo, naturalmente, a que muchos de ellos
eligieran convertirse a la iglesia católica. Fueron más de doscientos. Algunos
se animaron a más y eligieron la vida consagrada como sacerdotes y
religiosos. Treinta y uno de ellos se hicieron monjes en la abadía
francesa de Notre Dame de Fontogombault. El autor del prólogo a esta
edición es uno de ellos: el P. Philip Anderson que, junto a un grupo de monjes
retornó en 1999 a los Estados Unidos para fundar el monasterio de Nuestra
Señora de Clear Creek, en Oklahoma donde, en la actualidad, hay más de
cincuenta monjes que viven la vida benedictina siguiendo la liturgia latina tradicional.
Un grupo más numeroso aún, que se había casado e iniciado una familia, se
trasladó a un pequeño pueblo en el desierto de Nuevo México, llamado Gallup, y
formaron una comunidad de familias católicas. Otros se dedicaron a sus
profesiones en diversas partes de Estados Unidos y otros países. La buena
semilla del Evangelio, sembrada por John Senior y sus colegas, encontró tierra
fértil en la cual creció, y dio mucho fruto. El programa, por cierto, fue
sometido a la muerte por inanición por parte de las autoridades administrativas
de la universidad.
La lectura de La restauración de la cultura
cristiana nos pone en contacto directo con esa maravillosa
empresa que tuvo lugar hace pocas décadas, en un mundo y en un ámbito tan
descristianizado como el nuestro. El modo en que se desarrolló este proceso
no fue a través de grandes encuentros masivos, ni de ruidosas misiones
populares ni de alborotados programas televisivos. Fue a través del silencio,
la oración y la lectura de los clásicos, ofrecidos por tres profesores de
provincia, que transformaron cientos de vidas. Es ese el modo divino de actuar:
Dios habla a través de la brisa y no del viento, y se manifiesta en el silencio
y en la profundidad del corazón, como nos enseña Nuestra Señora.
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