Por
Christopher Fleming
Vivimos en una época paradógica. Por un lado,
muchos siguen apreciando la belleza; pero por otro lado, el mundo moderno
parece incapaz de producir belleza. A pesar de los estragos
causados por la música Pop, las salas de conciertos se siguen
llenando cada vez que se interpreta el Requiem de Mozart; todos los días hay
cola para entrar a las grandes pinacotecas del mundo, donde se exhiben las
obras maestras de las bellas artes, como El Prado de
Madrid, The National Gallery de Londres, el Louvre de
París, etc.; siempre hay miles de turistas deambulando por Venecia, rindiendo
homenaje a la ciudad más bella del mundo. Sin embargo, la música, las obras de
arte, y los edificios de cualquier tipo que se crean hoy en día son casi todas
inconmensurablemente feas. Además, ni siquiera gustan al público. No hay más
que acudir a un concierto de música clásica de “vanguardia” o darse un paseo
por un museo de “arte moderno”; por mucha publicidad y apoyo institucional que
se den, no van más que cuatro gatos.
¿Cómo es posible que haya tal abismo entre lo
que se crea y los gustos reales de la gente? Como músico y profesor de
conservatorio, puedo hablar con conocimiento sobre lo que ocurre en el mundo de
la música. Dentro de la música clásica, o como se denomina a veces, la “música
culta”, existen dos tipos de compositores: primero, están los compositores que
componen para su disfrute y para el disfrute de su público. Lo podrán hacer con
más o menos acierto, con mejor o peor gusto, pero lo cierto es que intentan
crear música que guste. Dicho de otra manera, sus composiciones
aspiran a ser bellas en algún sentido. Luego están los compositores que les
importa un rábano si su música gusta a alguien; normalmente ni siquiera les
gusta a ellos mismos. Lo que les motiva no es buscar belleza en sus
composiciones, sino estar a la última, seguir las tendencias más vanguardistas.
Tienen una idea en su cabeza y la siguen, sin importarles el resultado sonoro
de su música.
Para entender cómo se abrió esta brecha entre el
compositor y el público tenemos que remontar hasta Arnold Schoenberg,
que en los años ´20 del siglo pasado inventó un nuevo método para componer,
el dodecafonismo. Según este sistema, todos los doce tonos de las
escala tienen absoluta igualdad, al contrario del sistema tonal tradicional en
Occidente. El dodecafonismo funciona siguiendo un orden predeterminado de los
doce tonos, llamado serie, a la que se somete a operaciones cuasi
matemáticas. Schoenberg fue un gran compositor y algunas obras de su primera
etapa expresionista merecen la pena; el problema es que abrió la caja de
Pandora, y a partir de él la música culta entró en una espiral decadente de
locura. Al anteponer un sistema, una idea, a lo que nuestro oído percibe y lo
que nuestra inteligencia es capaz de entender, Schoenberg creó la corriente de
la anti-música, que aparte de ser fea, se regodea en la fealdad. Si no me cree
el lector, que escuche por sí mismo este cuarteto de Anton
Webern, discípulo de Schoenberg.
Los compositores que dominaron la escena musical
de los años ´50 y ´60 no hicieron más que ahondar en el abismo que Schoenberg
había abierto, y muchos aún no han salido de allí. Igual que en las artes
plásticas, los compositores buscaban la manera de sorprender por encima de
todo. Ya no era necesario tener ni las mínimas nociones de solfeo para ser un
compositor famoso. Un ejemplo es el arquitecto, Iannis Xenakis, que
“compuso” sus obras experimentales con ordenadores, usando fórmulas
matemáticas. Fue la época del compositor-farsante, cuya única regla era que no
había reglas. Igual que en las artes plásticas, la música se vio reducida a
la idea del creador. Una de las figuras más renombradas
fue Karlheinz Stockhausen, que, entre otras genialidades, compuso
una pieza para cuarteto de cuerda y cuatro helicópteros. A nadie le importa
como suena la obra; a nadie le parece bella. Lo único
importante es que tuvo una idea original e hizo algo que a nadie se le había
ocurrido antes; por esta razón alcanzó la fama y está en los libros de historia
de la música.
Creo que los compositores que eligen el camino
de vanguardia, de la anti-música, lo hacen por una de tres razones: 1. son
personas que carecen del talento necesario para crear música que alguien quiera
escuchar; 2. son demasiado perezosas para afrontar el trabajo arduo de la
composición y prefieren el atajo de la música conceptual; 3. son una
combinación de ambas cosas. Es realmente asombroso como hoy en día cualquier
cosa se puede convertir en una obra de arte; basta que los compositores de
vanguardia den explicaciones llenas de palabras altisonantes, que ilustren en una
pizarra las fórmulas matemáticas que han utilizado, para que unos ruidos
insoportables se consideren la música más sublime. He estado en
conferencias de renombrados compositores cuya música no tiene mayor interés que
el ruido de un taladro. O son charlatanes de la peor calaña o son
locos que han perdido por completo su conexión con la realidad. Creo que
algunos empiezan siendo lo primero, para acabar siendo lo segundo.
Lo realmente extraordinario es que, a pesar del
NULO interés del gran público por las elucubraciones experimentales de la
anti-música, las instituciones la siguen apoyando. Constantemente se están
organizando (y subvencionando) festivales de música contemporánea, para que las
salas vacías escuchen los ruidos infernales que la élite llama música. Los
compositores que obtienen becas, que consiguen cátedras en las universidades y
conservatorios, cuyas obras se estrenan con orquestas mantenidas con dinero
público, suelen ser de la corriente anti-musical. He comprobado cómo un
concierto que incluye una obra “contemporánea” suele recibir LA MITAD de
público que cabría esperar si fuera todo música de verdad. La anti-música sólo
se mantiene a base de subvenciones, un poco como el cine español de la época
socialista, que año tras año se proyectaba en salas vacías, con pérdidas
millonarias, pagadas con el erario público. Si a las autoridades les importa
tan poco la afluencia de público y la rentabilidad; si se empeñan tanto en
obligarnos a soportar la anti-música, debe ser que su apoyo a esta corriente
obedece a una agenda. Debe ser que hay una conspiración para destruir el
sentido estético de la gente. Debe ser que se está librando una guerra contra
la belleza.
Reflexionando sobre la anti-música, me parece
interesante la relación entre lo que ocurría en el mundo durante el siglo XX y
la guerra contra la música. El teórico más influyente de la vanguardia musical
de la posguerra, Theodor Adorno, un judío ateo, vinculó
expresamente la “nueva música” con sus convicciones comunistas. Él mismo
estableció un paralelismo entre la destrucción del sistema tonal tradicional de
la música y el derribo de las costumbres morales y estructuras sociales de la
burguesía. Aparte de ser un crítico musical importante, Adorno fue uno de las
principales figuras en la creación de la Escuela de Frankfort, la
escuela de estudios sociológicos y filosóficos de inspiración marxista, que
tanto ha influido en la destrucción de la cultura Occidental. Una disquisición
sobre la Escuela de Frankfort excede el ámbito de este artículo, pero basta
decir que en los últimos 60 años sus objetivos subversivos se han visto
cumplidos casi a la letra.
Podemos ir más allá en el paralelismo entre la
desintegración deliberada de la tonalidad, que ha constituido la base de la
música occidental desde la Edad Media, y la lucha de la Revolución contra la
Tradición Católica. La música occidental, desde el canto litúrgico de los
monjes del siglo VI, que luego tomaría el nombre de canto gregoriano por
el Papa San Gregorio Magno, siempre se ha clasificado en modos o tonalidades.
Esto significa que según qué pieza, hay notas de la escala que son más
importantes que otras. Las reglas de la armonía y el contrapunto tardaron
siglos en codificarse, siempre en base de un desarrollo orgánico del lenguaje
musical. Los estilos y los géneros musicales evolucionaron como las demás
artes; de acuerdo a cambios culturales y sociales, gracias a inventos técnicos,
y en función de los gustos estéticos de cada época. No fue hasta el siglo XX
que se pretendió destruir los cimientos de la tonalidad y reemplazarla con un
lenguaje nuevo y totalmente artificial. La jerarquía natural entre las notas de
la escala se sustituyó por un igualitarismo anti-natural. Se rechazó la
herencia musical del pasado, fruto de siglos de crecimiento orgánico, y en su
lugar se erigió una creación instantánea, que por definición es incapaz de
conectar estéticamente con los oyentes. La imposición de la Nueva Misa por
el Papa Pablo VI fue fruto de una mentalidad anti-tradicional
muy parecida.
Los revolucionarios de hoy en día abominan de la
herencia de la Cristiandad, por lo que insisten tanto en el laicismo del
Estado. Quieren sustituir el cristianismo, el responsable de la construcción de
Occidente, por el indiferentismo religioso, la nada. Para lograr este fin,
pusieron en marcha hace tiempo una campaña de propaganda anti-cristiano, desde
el evolucionismo en las escuelas, hasta las series de televisión que se mofan
de la religión católica. De la misma manera que la música de vanguardia ha
vaciado las salas de concierto, el ataque constante contra el cristianismo ha
vaciado las iglesias. El problema que muchos laicistas quizás no se han
planteado aún es qué hacer frente a las amenazas externas, una vez que han
destrozado el motor de su propia civilización y han convertido a sus ciudadanos
en borregos hedonistas. Cuando Occidente necesite soldados que defiendan sus
fronteras y sus ciudades, no los encontrará. Si a principios del siglo XX la
élite del mundo musical no le hubiera dado la espalda al gran público,
dedicándose a escribir música horrible que nadie quería escuchar, se hubiera
podido paliar los efectos devastadores del Rock & Roll en
los años ´50. El problema es que previamente se había dado una deserción en
masa; la gente ya se había desconectado de la música clásica.
Es interesante notar que en países de Europa del
Este, que al otro lado de la Cortina de Hierro estuvieron protegidos de la
influencia nociva del Rock & Roll, el aprecio por la buena
música (entre la que incluyo la música folclórica tradicional) sigue intacto.
El comunismo, a pesar de todos sus crímenes, hizo algo bien; promovió la buena
música y mantuvo a sus ciudadanos a salvo de la degeneración moral que trajo la
cultura Pop en Occidente. Además, la anti-música, que en
Occidente hizo tantos destrozos en el ámbito de la música culta, fue prohibida
por las autoridades soviéticas, porque la consideraban una “música decadente”,
sin interés para el pueblo, y en eso tenían toda la razón. Durante los años de
la Unión Soviética, si los EEUU superaron a su gran rival en cuestiones
tecnológicas y deportivas, los pianistas y violinistas del Bloque del Este
mostraron una superioridad realmente humillante. Tras la caída del comunismo,
sí hubo un influjo de influencias occidentales en Europa del Este, pero el
impacto negativo fue mucho menor de lo que cabía esperar, y ahora estamos
asistiendo a un auténtico renacimiento espiritual y cultural en dichos países.
Por ejemplo, hoy en día los rusos sienten un amor patriótico desbordante por la
música de Tchaikovsky, sus orquestas y sus conservatorios siguen
estando entre los mejores del mundo, y los músicos gozan de un estatus que es
impensable aquí en España. En Rusia, no sólo se han abierto unas 30.000
iglesias desde la caída del comunismo hace 30 años (que equivale a TRES nuevas
iglesias al día); también se construyen teatros y auditorios por todo el país,
ya que la demanda por la música clásica no para de crecer.
El antídoto para la anti-música es la buena
música, que surgió gracias a siglos de evolución orgánica, a partir de la
música litúrgica de la Iglesia Católica. La tradición clásica, con grandes
compositores como Bach, Mozart y Beethoven,
es directamente opuesta a lo que muchos en el mundo académico llaman música hoy
en día. La primera es tradicional, la segunda es anti-tradicional. En la guerra
contra la Revolución es importante no olvidar la cultura. En el bando
contrarrevolucionario, no sólo luchamos por defender el dogma y la moral de la
Iglesia, sino por preservar la herencia cultural de Occidente en todas sus
manifestaciones artísticas. La buena música, no solo la clásica, sino también
la música folclórica de los pueblos, es un tesoro cultural que debemos saber
apreciar y proteger.