La mujer moderna se ha
hecho igual al hombre, pero no es feliz. Ella se ha “emancipado”, lo mismo que
un péndulo quitado de un reloj que ya no cuenta con la libertad de mecerse, o
como una flor que ha sido librada de sus raíces. Ella se ha devaluado en su
búsqueda de la igualdad matemática en dos formas: al convertirse en una víctima
del hombre y en una víctima de la máquina. Ella se convirtió en una víctima
del hombre al convertirse únicamente en el instrumento de su placer y
atendiendo a sus necesidades en un intercambio estéril de egoísmos. Se convirtió
en víctima de la máquina al subordinar el principio creador de la vida a la
producción de las cosas que no tienen vida, lo cual es la esencia del
comunismo.
No se trata de
condenar a la mujer profesional, ya que la pregunta importante no es si una mujer
encuentra favor a los ojos de un hombre, sino más bien si ella puede
satisfacer los instintos básicos de la mujer. El problema de una mujer es ver
si a ciertas cualidades otorgadas por Dios y que son específicamente de ella,
se les está dando una expresión total y adecuada. Estas cualidades son
principalmente devoción, sacrificio y amor. Éstas no necesariamente deben
expresarse en una familia, ni siquiera en un convento. Pueden encontrar una
aplicación en el mundo social, en el cuidado de los enfermos, los pobres, los
ignorantes; en las siete obras corporales de misericordia. Algunas veces se ha
dicho que la mujer profesional es dura. Esto puede ser cierto, en algunos
momentos, pero si es así no es debido a que tenga una profesión, sino porque
ella ha separado su profesión del contacto con los seres humanos, de modo de
poder satisfacer las más profundas ansiedades de su corazón. Puede ser muy
posible que el actuar contra la moral y la exaltación de los placeres sensuales
como propósito en la vida, se deban a la pérdida del objeto espiritual de la
existencia. Después de sentirse frustradas y desilusionadas, estas almas se
aburren, primero, luego adoptan el cinismo y finalmente el suicidio.
La solución se halla
en el regreso al concepto cristiano, en donde el acento se pone no sobre la
igualdad, sino sobre la equidad. La igualdad es ley. Es matemática, abstracta,
universal, indiferente a las condiciones, circunstancias y diferencias. La
equidad es amor, misericordia, comprensión y simpatía. Permite la consideración
de detalles, exigencias y aun aplicaciones de reglas fijas que todavía no ha
adoptado la ley. En especial, es la aplicación de la ley a una persona
individual. La equidad coloca su seguridad en los principios morales y está
guiada por un conocimiento claro de los motivos de las familias individuales,
que caen fuera del alcance de los rigores de la ley.
La equidad, por lo
tanto, más que la igualdad, debería ser la base de todo reclamo femenino. La
equidad es la perfección de la igualdad, no su sustituto. Tiene la ventaja de
reconocer la diferencia específica entre el hombre y la mujer, cosa que no
tiene la igualdad. El hombre y la mujer son iguales ya que tienen los mismos
derechos y libertades, la misma meta final en la vida y la misma redención por
la sangre de Nuestro Salvador, pero son diferentes en función. La razón de que
el hombre y la mujer se complementen uno al otro es que son desiguales.
Cuando el hombre ama a
la mujer, es natural que mientras más noble sea ésta, más noble sea el amor, y
mientras más altas sean las demandas por parte de una mujer, el hombre deberá
ser más digno. Es por esto que la mujer es la medida del nivel de nuestra
civilización. Nuestra época debe decidir si la mujer reclamará la igualdad
sexual y el derecho de trabajar con hombres, o si ella reclamará la equidad y
dará al mundo lo que ningún hombre puede dar. En los días paganos, cuando las
mujeres querían simplemente ser iguales a los hombres, perdieron el respeto. En
los días cristianos, cuando los hombres eran más fuertes, la mujer era más
respetada. La mujer de esta época en que la justicia sufre un colapso, deberá
escoger entre igualarse con los hombres con exactitud rígida o recobrar la
equidad, misericordia y amor, entregando a un mundo sin ley algo que nunca
podrá dar la igualdad.
Mons. Fulton
J. Sheen, “El poder del amor”.