El
reciente episodio protagonizado por esa piltrafa llamada Gustavo
Cordera es un símbolo de nuestra tan mentada transformación cultural.
Nada más progre que Cordera, nada más repugnante. Este individuo epiceno y
embotado se jacta de haber asistido a varias sesiones de ayauhasca en la selva,
ritual cool si los hay en la progresía sedienta de pseudomísticas. Condensó su
evangelio humanocéntrico en la obscena Soy mi Soberano,
que podría haber sido redactada por un ángel caído si se perdonan los ripios y
las torpezas. Mostró obscenidades y vulgaridades y todo con un fuerte sentido
luciferino, detectable en otros exponentes de nuestra gloriosa subcultura –como
el conjunto preferido de Aníbal Fernández- formada por el humus y las heces de
la droga, el resentimiento, la abyección y la náusea.
Las
bellas almas de la progresía se rasgan ahora las vestiduras, porque el sujeto
en cuestión exaltó el estupro y aseguró que ciertas mujeres necesitaban ser
violadas. Novaresio mesó sus barbas, Domán estalló en indignación, la
directora de Barcelona –tan luego- se ofendió. Y sin embargo, las declaraciones
de Cordera ilustran el fondo nihilista y característico de la moral de horda de
la versión progresista del pensamiento latinoamericano. Mientras que en otras
latitudes viste tweed, se expresa con rigurosidad y eventualmente mantiene
ciertas formas que tienden al paganismo, el progresismo argentino y
latinoamericano no es más que el retroceso al estado de barbarie prehispánica,
la degradación entrópica de la cultura en horda, sobre todo en lo sexual, en la
transgresión del incesto, en la abyección que campeaba por sus fueros antes de
que el glorioso Portador de Cristo pisara tierra americana. El Kirchnerismo
oficializó esa cultura el día que elevó a status matrimonial el “casamiento
homosexual” y una Morsa de bigotes blanquecinos defendía a los pibes y a la
legalización de la droga. El mal trabajo se hizo mal, y hoy la sociedad se
divide entre progres enragé y progres moderados, más un enorme rebaño de
corderos en silencio que engullen los pastos de los tópicos progres con
mansedumbre.
En
pocos lugares del mundo se hace tan evidente que el progreso del progresismo es
regresión. Deberíamos hablar de regresismo. En Caracas, disuelto el contrato
social en medio de escalada de violencias, delitos, y escasez, es regreso a las
formas más precarias de vida. Aquí ha devenido regresión a etapas de
salteadores de caminos y ladrones de tumbas. El progresismo no es más que la
deconstrucción de la sociedad humana, regresando a embriogenéticas anteriores y
eventualmente a su disolución. Y tal veneno, tal nefanda meningitis, propagada
a la Iglesia por su mayor representante en la variante latinoamericana, como
dice el Wanderer en su último post, comporta disolución a lío y carne, y carne
invertebrada. La Iglesia convertida en un montón de carne.
El
progresismo es rebelión contra las naturalezas, sean individuales, sociales o
sobrenaturales. El progresismo es el enemigo de la Ley, pero también de la
gracia.
El
progresismo es el mal, el progresismo es la muerte.