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viernes, 24 de abril de 2015

CUIDADO CON LA INDIFERENCIA



Un nuevo mal golpea a la juventud de manera cada vez más aguda.
¿La pérdida de la fe? ¿El embrutecimiento intelectual? No, el mal se volvió más profundo.
Las generaciones anteriores al '70 nos cuentan a menudo sus francas "agarradas" con tal ateo, tal discusión animada sobre la existencia de Dios... Los jóvenes se sentían felices encontrando personajes semejantes a aquel hostelero que fue hallado por San­to Domingo, y que después de una noche de discusión con el San­to fue disuadido de su herejía.
Estas hermosas ocasiones se han hecho más difíciles de susci­tar; la capa de la indiferencia atacó los espíritus jóvenes.
"Ya no existe más el odio blasfemo de los revolucionarios contra la religión..." nos replicarán algunos. Pero aquel odio cuenta to­davía con sus incondicionales.
¡Además, no nos engañemos! La indiferencia lo es todo, menos inofensiva. Tal como la explica Ernest Hello, la indiferencia es un odio especial, "un odio frío y duradero, que masca a los demás y a veces a sí mismo simulando tolerancia".
Y Hello nos muestra que "la indiferencia nunca es real. Es el odio doblado de mentira". ¿Cómo explicar de otra manera la rabia con la cual se ataca cualquier declaración de la verdad objetiva?
La indiferencia moderna no solamente se despreocupa de las cuestiones esenciales, sino que aborrece todo pensamiento que demuestre que la realidad se impone a todos para su felicidad.
Cuántas veces se escucha: "Cada uno tiene su verdad", lo cual no significa otra cosa que "Cada uno tiene su propia desgracia".
Esta indiferencia podría disminuir nuestra caridad para con el prójimo. Observando esta carrera del mundo hacia el infierno, podríamos tener la tentación de pensar: "¿Para qué esforzamos tanto en dirigir a todas estas almas hacia Dios, mientras se burlan, ya que tenemos a nuestra disposición todos los medios para santi­ficamos nosotros?"
Esta realidad, lejos de desanimarnos, nos incita a tener más ar­dor, pues diariamente brilla el milagro de la gracia, que taladra la pared de la indiferencia y nos protege contra la tentación del abandono, que podría asfixiar nuestra caridad para con el próji­mo.


Christopher Callier