Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores
británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil
redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado.
José Ortega y Gasset -La deshumanización del arte, 1925- trata de
razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye en la página 96, que “es muy
difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra
sensibilidad superior”, y en la 97, que esa invención “es prácticamente
imposible”. En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la
novela “psicológica” y opina que el placer de las aventuras es inexistente o
pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de 1925 y aún de 1940.
Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen
razonable disentir. Resumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.
El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, “psicológica”, propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela “psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o El Quijote, le impone un riguroso argumento.
El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, “psicológica”, propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela “psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o El Quijote, le impone un riguroso argumento.
He alegado un motivo de orden intelectual; hay
otros de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es
capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si
alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía
es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido,
quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos
que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se
hundió en el corazón de laberintos, pero no amonedó su impresión de unutterable
and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka.
Anota con justicia Ortega y Gasset que la “psicología” de Balzac no nos
satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes,
les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de
hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo
libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer
difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna
otra época posee novelas de tan admirable argumento como The turn of
the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la
terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares
[...].
He discutido con su autor los pormenores de su
trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole
calificarla de perfecta.
Jorge Luis Borges
Prólogo a La invención de Morel
2 de noviembre de 1940
Prólogo a La invención de Morel
2 de noviembre de 1940
Foto: Jorge Luis Borges y Aldolfo Bioy
Casares