Yo
me acerqué una vez a una señora y le dije:
Señora,
¡por Dios! Acabo de ver una cosa que no puedo menos de decírsela; sé que voy a
darle un gran disgusto, pero una obligación de amistad y de religión me obliga
a ello.
—¿Qué
es? —me preguntó algo espantada.
—¡Señora,
acabo de sorprender a su hija en brazos de un hombre!
—¿En
brazos de un hombre? —exclamó dando un salto.
Sí,
en brazos de un hombre; un hombre joven por añadidura. La tenía rodeada por la
cintura; sus caras estaban juntas: sus miradas fosforescentes: él la ceñía, la
estrechaba.
—¡Jesús!
—exclama desolada la pobre mujer—. ¿Pero es posible?
—Todavía
estarán así añadí—: si quiere convencerse, venga a verlo.
Salimos
y la llevo al salón de baile. Allí estaba su hija lo mismo que yo se la había
pintado. Un joven la rodeaba la cintura, la apretaba, sus caras juntas, sus
miradas brillantes.
—¡Bah! dijo
sonriendo la madre—, ¿pero es eso? ¡Menudo susto me había usted dado! Esto no
tiene nada de particular.
Yo
me quedé atónito. Por lo visto en el baile la cintura no es cintura, ni la cara
cara, ni las manos manos, ni la vergüenza vergüenza, ni la moral moral. No he
entendido nunca esa lógica de que el lugar cambia el ser de las cosas, y de que
una madre que se volvería loca si abrazaran y manosearan a su hija en la calle,
se quede tan fresca porque se la abracen y se la manoseen en un salón de baile.
*
**
Para
el hombre ha inventado Satanás, en su afán de hacer suya a la juventud,
multitud de lazos y ocasiones de corrupción. Periódicos impíos, dramas
obscenos, clubs rabiosos, emociones del juego, taberna procaz y desvergonzada,
bares que son una taberna con camisa limpia, prostíbulos. Lugar apropiado para
la mujer no lo había gracias a Dios. Para la niña no había medio entre el
recogimiento del hogar doméstico, y una vida públicamente perdida. Y la verdad,
entre tales extremos, las mujeres en su generalidad hubieran optado siempre por
el primero.
Faltaba,
pues, un medio de corrupción decente —si me permitís, oh hermanos, la
aplicación de este adjetivo a aquel sustantivo—, un medio de corrupción que
borrase del rostro la modestia, del corazón el pudor, de la mirada el recato,
de todo el conjunto femenino las preciosísimas cualidades que son el mejor
adorno de la doncella cristiana. Pero que hiciera esto sin mancillar el buen
nombre de la seducida, ni turbar su conciencia, sin desgarradores remordimientos,
sin avergonzar a la honesta madre, antes llenándola de complacencia y de
maternal orgullo. Difícil parecía acertar con una invención que reuniera tan
opuestas y al parecer tan contradictorias cualidades.
Sin
embargo Satanás, que es muy listo, porque fue antes ángel, la encontró.
¡Entonces se inventó el baile!
* * *
Dime,
joven cristiana, ¿te quieres tú morir en un baile?
Algunas
se han muerto, y yo apelo a tu sinceridad para que me digas, si al oír que una
joven como tú quedó repentinamente en los brazos de su pareja de baile no te
estremeciste de horror, más que cuando escuchas que una joven ha muerto en su
cama. Pues entonces, ¿qué amor tienes a Dios si por propia elección vas a un
lugar desde el que no quisieras ir delante de su Tribunal? Si crees que el
baile es mala preparación para la muerte, ¿por qué bailas? ¿Por qué vas a un
sitio donde no te quisieras morir?
* * *
No
sé quién dijo que los bailes son como las setas. Las mejores son peligrosas.
Son sabrosas, pero el hombre prudente no se atreve a tocarlas por miedo a que
le resulten venenosas.
Te
gusta el baile, como te gustan las setas. Hay bailes buenos, como hay setas
buenas. Pero si eres prudente, déjalos todos, porque el que menos piensas puede
resultarte venenoso. Y uno sólo que resulte venenoso basta para matarte el alma
y condenarte.
Tomado
de “Recursos Oratorios” por Francisco Romero.
Revista
Tradición Católica N° 65, febrero
1991.