Un
nuevo mal golpea a la juventud de manera cada vez más aguda.
¿La
pérdida de la fe? ¿El embrutecimiento intelectual? No, el mal se volvió más
profundo.
Las
generaciones anteriores al '70 nos cuentan a menudo sus francas
"agarradas" con tal ateo, tal discusión animada sobre la existencia
de Dios... Los jóvenes se sentían felices encontrando personajes semejantes a
aquel hostelero que fue hallado por Santo Domingo, y que después de una noche
de discusión con el Santo fue disuadido de su herejía.
Estas
hermosas ocasiones se han hecho más difíciles de suscitar; la capa de la
indiferencia atacó los espíritus jóvenes.
"Ya
no existe más el odio blasfemo de los revolucionarios contra la
religión..." nos replicarán algunos. Pero aquel odio cuenta todavía con
sus incondicionales.
¡Además,
no nos engañemos! La indiferencia lo es todo, menos inofensiva. Tal como la
explica Ernest Hello, la indiferencia es un odio especial, "un odio frío y
duradero, que masca a los demás y a veces a sí mismo simulando
tolerancia".
Y
Hello nos muestra que "la indiferencia nunca es real. Es el odio doblado
de mentira". ¿Cómo explicar de otra manera la rabia con la cual se ataca
cualquier declaración de la verdad objetiva?
La
indiferencia moderna no solamente se despreocupa de las cuestiones esenciales,
sino que aborrece todo pensamiento que demuestre que la realidad se impone a
todos para su felicidad.
Cuántas
veces se escucha: "Cada uno tiene su verdad", lo cual no significa
otra cosa que "Cada uno tiene su propia desgracia".
Esta
indiferencia podría disminuir nuestra caridad para con el prójimo. Observando
esta carrera del mundo hacia el infierno, podríamos tener la tentación de
pensar: "¿Para qué esforzamos tanto en dirigir a todas estas almas hacia
Dios, mientras se burlan, ya que tenemos a nuestra disposición todos los medios
para santificamos nosotros?"
Esta
realidad, lejos de desanimarnos, nos incita a tener más ardor, pues
diariamente brilla el milagro de la gracia, que taladra la pared de la
indiferencia y nos protege contra la tentación del abandono, que podría
asfixiar nuestra caridad para con el prójimo.
Christopher Callier