C. N
“Los típicos
pecados originales que motivaron la caída del hombre moderno, y que dan a la
época su dureza y su desorden, son la soberbia y la desesperación intelectual.
‘En la culpa todos somos autónomos’.”
Hans Sedlmayr,
El arte
descentrado.
La Iglesia
siempre asumió las artes en función de la liturgia, o sea, del “conjunto de
ceremonias y ritos por medio de los cuales expresa y manifiesta su religión
para con Dios”.[1] Y,
asumiéndolas así, no podía sino elevarlas al ápice de su potencia: en efecto,
todo en la creación alcanza su ápice en el servicio de Dios. Con respecto a la
música litúrgica, decía el compositor Gounod: “No conozco ni una sola obra
salida del cerebro de algún gran maestro que pueda ponerse en paralelo con la
majestad aterradora de esos cantos sublimes que diariamente oímos en nuestros
templos y en nuestras ceremonias fúnebres: el Dies irae y
el De profundis. Nada llega a tal altura ni a tal potencia de
expresión y de impresión”. O Mozart: “En cuanto a mí, daría gozosamente todas
mis obras por haber sido el autor del Prefacio”. Con respecto a la
poesía, qué obra en el mundo puede igualarse en sublimidad, para dar tan solo
un ejemplo entre tantos y tantos, al oficio de Corpus Christi escrito
por Santo Tomás de Aquino? Con respecto a la arquitectura, el arte que hospeda
la liturgia, qué edificio puede no arrodillarse delante de una catedral gótica
o incluso de una iglesia románica o barroca? Y, en cuanto a la pintura y la
escultura, ¿qué obra greco-romana, para hablar de lo que hay de mejor, no se
apoca delante de los retablos y estatuas y vitrales que ornamentan (u
ornamentaban) nuestros templos haciendo de ellos como imágenes de la
ciudad celeste?
Y, mutatis
mutandis, vale para todas las artes lo que dice Monseñor Gay especialmente
de la música: “Hace 19 siglos que la Iglesia no cesa de cantar, y así
continuará hasta el fin del mundo, pues el canto no es para ella un pasatiempo,
ni un placer para ella o para los demás; es un deber constantemente prescrito y
constantemente cumplido; es el acento regular de su lenguaje y una de las
fórmulas de su culto. Se cantaba en las catacumbas, se cantó en los cadalsos,
se cantó en torno a los féretros, y nunca se cantará con un corazón tan alegre
como cuando sobre las ruinas amontonadas del Anticristo se levanten los ojos
hacia oriente para saludar la venida de la última y completa redención”.[2]
Pero las artes,
si bien en un plan indudablemente inferior al litúrgico, también sirven o
deberían servir para la vida más corriente del católico fuera de los templos.
Al alegrar una casa, sin embargo, o entretener una ciudad, o aun al contribuir
a forjar la unidad de la nación, no deben aquellas alejarse del servicio de
Dios al punto de serle en algún grado contrarias; en verdad, también tienen en
algún grado o modo que prestarle servicio a Dios; o sea, también tienen que
ordenarse, a su modo –como fin intermedio, o medio–, a Él. Tienen al menos que
“estar a la sombra del Evangelio”, como oí cierta vez en una bella homilía, y
como de hecho están los cuadros de un Le Nain, el pintor francés (del siglo
XVII) de los humildes, de las familias del campo, cuyas figuras, como dice el
Padre Calmel en Théologie de l’histoire,[3] “reflejan
un equilibrio y una dignidad que ya no se ven en los agricultores
contemporáneos”. ¿Por qué aquella calma, aquella gravedad, aquella paz impresa
en sus rostros? Sin duda porque los campesinos que él evoca guardan todavía más
o menos intacto el patrimonio de virtudes cristianas que les habían traído a
los galos, más de quince siglos antes, los primeros obispos y los primeros
mártires. Fuera de las virtudes cristianas, jamás hubiéramos conocido esta paz
del alma, esta seguridad ante la adversidad, esta fuerza del alma que
transfiguran y elevan las frágiles virtudes humanas, que hacen que la vida aquí
abajo, en este valle de lágrimas, aunque esté repleta de pruebas,
no esté sin embargo envenenada ni sea desesperante. Son virtudes humanas
elevadas por la gracia lo que está impreso en los nobles rostros de Le Nain”.
Y, al retratarlo, prestaba Le Nain a su modo, en su plan debajo del litúrgico,
un servicio de honra a Dios, al mismo tiempo que, en orden a este servicio, le
prestaba belleza al mundo de los hombres.
Más todavía:
incluso podemos los católicos asimilar la obra de grandes artistas no católicos
como el compositor luterano Johann Sebastian Bach, siempre que sepamos expurgar
de ella lo nefasto o acusarlo (lo herético de la letra de ciertas cantatas de
Bach, por ejemplo), y recordemos, siempre, que somos no solo de Cristo, sino de
su esposa, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Respecto a la
relación del católico con las artes, no obstante, el veneno más insidioso no
está sobre todo en las obras de arte francamente no católicas o blasfemas; está
sobre todo en el pensar y decir que las artes tienen más o menos autonomía
respecto al fin último, respecto a Dios. En considerar que tanto la
jurisdicción de lo político como el ámbito de las artes pueden instalarse en un
terreno neutro respecto a Dios; en considerar que, más allá de este fin último,
tiene el hombre un fin natural, la polis, con sus necesidades
naturales, entre las cuales la de lo bello propiciado por las artes; en
considerar que la ciudad carnal, la ciudad de los hombres, puede ser neutra o
intermedia entre la ciudad de Dios y la del amor propio y del demonio, con
artes neutras o intermedias entre el arte para Dios y el arte para el amor propio
y el demonio. Y este veneno, veneno del humanismo, se inoculó en algún grado
hasta en los mejores de nuestros combatientes antiliberales. En efecto, como
dice el Padre Álvaro Calderón en El neonestorianismo actual – A
propósito de la película “La última tentación de Cristo”,[4] “lo
verdaderamente grave es el cáncer que carcome hoy el catolicismo por dentro.
[…] Y, como ocurre con el cáncer, cuanto más se quiere vivir, más rápidamente
se muere, porque las propias funciones vitales de la víctima sirven para
agravar el mal”. Y una de las muchas pruebas que se podrían aducir a lo dicho,
la tenemos en la contribución dada por el Cardenal Billot para impedir que se
pusiera en el Index Librorum Prohibitorum la obra de Léon Bloy
(1846-1917). Decía el eminente antiliberal respecto a esta obra: “Se trata tan
solo de arte”. O sea, de meras metáforas; están en su terreno neutro; lo bello
tiene autonomía; etc., etc., etc. Pero, hélas!, aquel mismo
León Bloy, ese mismo “León” que generaciones y generaciones de católicos
consideraron y aún consideran como un defensor santamente airado de la
tradición y la ortodoxia, ese mismo escritor que decía no conocer sino un solo
Satán poético verdaderamente terrible, “el de Baudelaire, porque es sacrílego”
(Le Révélateur du Globe, 1884), ese mismo “profeta” triste,
algo desesperado y eo ipso pariente espiritual de Sören
Kierkegaard, ese mismo “vaticinador” a quien se atribuía una piedad máxima, de
comunión cotidiana, pero impregnada de un gusto excesivo por el sufrimiento,
ese hombre que consideraban un místico y que se consideraba poseedor de un
secreto revelado a él y únicamente a él, ¡ese hombre era un arraigado y cabal
satanista!
No me extenderé
aquí demasiado sobre este tema, incluso porque hay textos que lo tratan de modo
decisivo. Son estos: L’œuvre étrange de Léon Bloy, de Louis Jougnet,
y L’enfant prodigue selon Léon Bloy – Une interprétation blasphématoire,
de Antoine de Motreff;[5] y las
obras Un Prophète luciférien, Léon Bloy, de R. Raymond Barbeau,[6] y Présence
de Satan dans le monde moderne, de Mrg Augustin Louis Léon Cristiani.[7] Pero no
podría dejar de mostrar aquí, aunque sea muy brevemente, los peligros inmensos
que se esconden detrás no solo de la pretendida autonomía y naturalidad de las
artes, sino particularmente de las ideas extrañas, demasiado extrañas, de Léon
Bloy.
Y, en efecto,
¿cómo no ver el origen gnóstico-satanista de la identificación pretendida por
Bloy entre Satanás y el Espíritu Santo? Escribe él en Le Mendiant
Ingrat (el 14 de agosto de 1892): “Hoy, décimo primer domingo después
de Pentecostés [...] el fariseo representa a Jesús y el publicano al Espíritu
Santo [...] el primero dice lo que él no es, NON SUM,
mientras que el segundo afirma, pidiendo la gracia, que es un pecador. Una
extraña luz sobre este evangelio nos la da la aproximación de estos dos
textos: Omnis qui se EXALTAT humiliabitur (Lucas, XVIII,
14). Oportet EXALTARI Filium hominis (Juan, XII, 34)”. Ahora
bien, pregunta Antoine de Motreff: “¿cómo el Espíritu Santo puede ser el
pecador que tiene que pedir perdón, si no es porque él ya pecó contra Dios,
como Lucifer? Puesto que Satán se humillará, Dios lo exaltará hasta convertirlo
en una de las Personas de la Trinidad”.[8]
No, no se trata
de exageración, y para mostrarlo bastarán unas pocas citaciones del mismo León
Bloy. Desde luego, como buen “profeta” gnóstico, el francés no revelará su
paraclitismo satanista sino poco a poco, progresivamente. Pero ya las últimas
páginas de Salut par les Juifs contienen la confesión total y
perentoria de su secreto. En efecto, escribe Bloy en Le Mendiant Ingrat (el
31 de agosto de 1892) al respecto de aquellas reflexiones: “Encontré mi
conclusión. Finalmente voy a poder evadirme de este libro que me tiene cautivo
hace dos largos meses. Supongo que, de ahora en adelante, ya no tendré amigos
esperables en lo que se llama el mundo católico”. Y de hecho no debería
tenerlos, porque en efecto dice él en Salut par les Juifs: “Este
Visitante inaudito, esperado por mí durante cuatro mil años [sic],
no tendrá amigos y su miseria hará que se asemejen mendigos e imperadores.
[...] Tras haber exterminado la piedad [...], este proscripto de todos los
proscriptos será condenado silenciosamente por magistrados de irreprochable
dulzura. // Jesús no obtuvo de los judíos sino odio, y ¡qué odio! Los
cristianos tendrán liberalidad con el Paráclito como con el que está más allá
del odio. // Y es de tal modo el Enemigo, es de tal modo idéntico a este
Lucifer al que se ha llamado el Príncipe de las Tinieblas, que es
prácticamente imposible –aun en el éxtasis beatífico– separarlos. // El que
pueda comprenderlo, que lo comprenda. // A la Madre de Cristo se la ha llamado
Esposa de este Desconocido a que la Iglesia tiene miedo, y es ciertamente por
esta razón que a la Virgen prudentísima se invoca bajo los
nombres de ESTRELLA DE LA MAÑANA y VASO ESPIRITUAL”. O sea, el Paráclito
esperado por Bloy y por los judíos será Satanás, Lucifer, que es idéntico al
Espíritu Santo prometido por Jesús para Pentecostés. Y completa el francés:
“Los rarísimos cristianos que todavía hacen uso de la razón pueden percibir que
no se trata [...] de metáfora [...], sino simplemente de constatar el Misterio,
la PRESENCIA del Misterio, para escándalo de los imbéciles o de los teólogos
pedantes que afirman que todo está aclarado”. ¿Cómo lo sabe con tanta seguridad
Bloy? Porque “yo sé cosas que nadie sabe. Se me han mostrado
únicamente para hacerme sufrir”.
Como se ve,
dice con razón Léon Bloy que esta mezcla de satanismo y locura no es
metafórica. Estaba pues equivocado el Cardeal Billot, así como están
equivocados, peligrosamente equivocados, todos los que invocan la
autonomía del arte y de lo bello: “bellas” son las palabras con que Bloy
o Baudelaire alaban a Lucifer, pero “bellas” solamente entre comillas, porque
indudablemente lo bello aislado del bien no puede ser bello sino secundum
quid. El brillo de lo bello antagónico al bien es brillo de oropel; pero
oropel que, ponzoñoso, puede cegar, y ciega, y viene cegando generaciones
y generaciones de católicos, incluidos muchos de nuestros mejores.
En cambio, como
dice en una entrevista[9] el
escritor Michael O’Brien, “la vocación para el arte cristiano es [precisamente]
una vocación, no una profesión. Es una misteriosa relación de cocreación, y por
ello la pintura y la escritura católicas, todas las artes, deberían comenzar
así: con los artistas de rodillas, implorando la gracia”. Sí, porque, al
contrario de tantos servidores directos o indirectos de Satán en el campo de
las artes, los artistas servidores de Dios no crean obras que puedan reunirse
en una sección de museo intitulada “Arte cristiano”, al lado de y en pie de
igualdad con otras corrientes artísticas. No: como dice Henri Charlier, el arte
cristiano no es una forma de arte más; es el arte, aquel al
que todos los demás, aunque sea oscuramente o a regañadientes, aspiran.
Y nunca se
deberá afirmarlo y practicarlo “con un corazón tan alegre como cuando sobre las
ruinas amontonadas por el Anticristo se levanten los ojos hacia oriente para
saludar la venida de la última y total redención”.
[1] R. P. Jesús Mestre Roc, Curso de
introducción a la liturgia, p. 3, texto disponible en el sitio Stat Veritas.
[5] Ambos en Le Sel de la Terre, n. 52,
Printemps 2005, Avrillé, Couvent de la Haye-aux-Boshommes, pp. 189-202 y pp.
116-140 respectivamente.